Le sucedió leyendo la Eneida. En el momento en que Casandra advierte a los troyanos de la destrucción que oculta el caballo de madera, la lectura se volvió incoherente. Lo que leía no encajaba con lo que había leído, como si algunos párrafos hubieran sido absorbidos por el vacío. Empezó a hojear las páginas revoloteando frenético de una a otra. La edición no tenía erratas; la había leído varias veces. Una vez apaciguado el desconcierto, no cupo otra explicación. La página que estaba leyendo en aquel momento había desaparecido, se había diluido en el aire de su mirada. La que veía era la siguiente. No le costaba rellenar con su memoria el fragmento perdido, así que, simplemente, siguió avanzando. Pero pronto la nueva página desapareció y dejó ante sus ojos la siguiente, que, apenas pasados unos instantes, tampoco estaba. En pocos minutos, vio el reverso de la cubierta y, al rato, leía su propia mano. El libro, sin embargo, seguía pesando sobre sus palmas.
Miró alrededor. Estaba sentado en un sofá que no veía. Frente a él, ninguna pared visible separaba su salón del de la casa contigua; su vecina planchaba moviendo las caderas al ritmo de un rock antiguo. A su espalda, la fachada dejaba paso a la avenida arbolada con su hilera de coches en el semáforo. Pero, muy pronto, vio más allá. La casa de su vecina también se disolvió como polvo en el aire, y luego el edificio acristalado que atrapaba su bloque de pisos, y los suelos de las viviendas que sobre la suya había, y vio, más allá de la avenida, como si una corriente de desamparo atravesara la tierra, cómo desaparecían el parque de las afueras, el bosque, la montaña. Y, sin embargo, todo estaba allí, todo seguía allí, pesando en el aire, habitando un espacio que él no veía. Cuando miró al suelo, solo vio estrellas.
Se fijó en sus manos. Deseó que desparecieran; las manos, los pies, todo él: dejar de verse, diluirse en el aire. Pero no ocurrió. Esa era su condena. Un castigo a la altura de su agravio. Estaba solo, solo en medio del latido del mundo.
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