El papa Francisco presentó el pasado mes de octubre la encíclica Fratelli tutti. Anteriormente con un mismo sentido el Papa y el gran imán de la Universidad de Al-Azhar firmaron el 4 de febrero del 2019 un documento de Fraternidad Humana, en el cual «en el nombre de Dios» los creyentes tenían la obligación de velar por toda persona. Además, este documento se ha traducido en la declaración por parte de la O.N.U. que el 4 de Febrero sea el Día Internacional de la Fraternidad Humana.
Estas acciones nos recuerdan no solo a los católicos, sino también al mundo entero el valor de la humanidad con sentido de categoría universal. Un valor fundamentado en el amor y la dignidad de cada uno de los seres humanos que habitamos en el planeta.
Sin embargo, no son buenos tiempos para lo universal. La ultramodernidad ha corroído como un disolvente sus pilares. Como explicó Jean-François Lyotard los grandes relatos de la humanidad fueron sustituidos por narrativas relativas al sujeto. Ello conllevó un importante efecto sobre el individuo, que dejó de ser persona, para transformase en un ser narcisista, en una sociedad donde el semejante se convierte en el “otro” estando como mínimo bajo sospecha. En donde los valores como la fraternidad, la piedad, la tolerancia o la dignidad humana están minimizados. El resultado de este proceso podrá ser un individuo ciego ensimismado de sí mismo o en busca de un pequeño grupo identitario que de sentido a su existencia, en una sociedad en tensión.
Ante esta situación, el carácter universalista hace de la Iglesia una institución guardiana de un tesoro de gran valor. Un rasgo dado gracias a Pablo, que hizo posible el carácter global de la Iglesia, e impidió mediante su obra que las primeras comunidades cristianas solo fueran judías y el cristianismo pudiera llegar a convertirse en una secta étnica-religiosa, de las muchas que se daban en el Oriente antiguo. Pablo como judío entendió perfectamente el mensaje mesiánico que transmitía pero también como hombre formado en la cultura helenística advirtió la concepción moral universal. Pablo tenía claro que el samaritano, el romano o el gentil eran iguales a los ojos de Cristo y objeto de su misericordia. No queda duda de que Iglesia, humanidad y universalidad son conceptos indisolubles. Pero el Mundo no es católico ni siquiera cristiano en su totalidad. Es aquí donde debemos buscar el apoyo de otras escuelas de pensamiento a lo largo de la historia que argumenten esta defensa. Escuelas como la del estoicismo que influyó en el propio Pablo, tienen de lo humano una visión cosmopolita, defendiendo la igualdad y la solidaridad entre hombres. Ya en la modernidad, la figura de Kant y su imperativo categórico, que hace a toda persona un fin en sí mismo, concepción filosófica muy vinculada al cristianismo pietista luterano que profesaba Kant, dan poderosos argumentos frente a todo posicionamiento relativista. Incluso hoy, una figura no religiosa de la talla de Habermas ve la necesidad de una ética de carácter universal e incluso reconoce el papel benigno de las aportaciones culturales y filosóficas de la tradición judeo-cristiana.
Concluyendo, se puede decir que el valor universal de la humanidad es de obligada defensa para todo cristiano y que no será un defensa fácil, solo gracias a la ayuda del Espíritu Santo podremos salvaguardar el bien que poseemos, y que desgraciadamente se devalúa en una sociedad postmoderna que ha perdido su finalidad última y donde la mundanidad de hoy proyectada en la sociedad no tiene un plan útil de reto de futuro.
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