Desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés son cincuenta días de gloria que al coincidir con la primavera propiciaban ferias y fiestas en tiempos que no sufríamos de ninguna pandemia y había más cristianos con fe.
Ojalá pase este tiempo de problemas y podamos dar gracias a Dios por sus beneficios, aunque me temo que la fe va enfriándose en nuestro país y en toda Europa y seguramente también en la América que alguna vez fue española.
Para muchos todo esto de la resurrección del Señor son antiguallas pasadas de moda y si se habla algo de religión inmediatamente piensan que es una institución dedicada a poner normas: no robarás, no fornicarás, no desearás a la mujer de tu prójimo, etc. por lo que la ignoramos mientras disfrutamos del sexo sin cortapisas o del egoísmo sin trabas, salvo colaborar con alguna ONG.
Anunciamos la muerte y la resurrección de Cristo y es como si habláramos de los faraones de Egipto, pero estos hechos son verdades que muchos testigos de los hechos nos han transmitido aun a costa de su propia vida.
No son cuentos ni fantasías de hace dos mil años. Los que vivieron junto a Jesús de Nazaret y lo vieron morir en la cruz, no creyeron que había vuelto a la vida cuando se lo dijeron algunas mujeres y comprobaron que la tumba estaba vacía.
Pero Jesús se les apareció vivo en la orilla del mar de Galilea y se le abrieron los ojos. ¡Es el Señor! Por miedo a los judíos, encerrados todos juntos en el lugar donde celebraron la pascua, Jesús se presentó a ellos y empezaron a creer que lo que había anunciado –a los tres días resucitaré- era cierto. Tomás, uno de los seguidores de Jesús, no estaba con ellos y cuando se lo dijeron no quiso creerlo hasta que pudiera meter el dedo en las llagas de sus manos y en su costado y entonces se apareció de nuevo Jesús y le dijo trae tu mano y toca mis llagas y asombrado confesó: Señor mío y Dios mío.
Otros dos que desanimados por la muerte de Jesús se volvían a su pueblo –Emaús- otro viajero se les unió y fue explicándole que Jesús tenía que morir y resucitar. Como se hacía tarde, los de Emaús invitaron al compañero a cenar y entonces lo reconocieron al partir el pan.
Los seguidores de Jesús no eran gente sugestionable que aceptara sin más el hecho increíble de que había resucitado, pero conforme lo van aceptando se van llenando de fuerza para predicar este hecho a la gente y el grupo empieza a crecer y muchos piden ser bautizados.
Antes de ascender a los cielos Jesús les ordenó anunciar al mundo entero el evangelio, la buena noticia y ellos obedecieron la orden. Transmitir al mundo entero lo que Jesús había dicho y enseñado, sin aditamentos ni interpretaciones filosóficas, es lo que han hecho desde aquellos primeros apóstoles a los que les costó el martirio, hasta los que hoy predican el mismo evangelio en China, Rusia, Japón o África y también puede costarles la vida hacerlo.
Es verdad: Cristo ha resucitado y nos anuncia la vida eterna. Si no le creemos es problema nuestro si decidimos hacer nuestra voluntad y alejarnos del amor de Dios que quiere que todos los hombres se salven, excepto los que no quieran salvarse enredados en sus vicios y pecados.
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