En Francia, los grandes eventos deportivos, incluida su tradicional final de la copa de fútbol, se juegan en el Stade de France. En Inglaterra, lo hacen en Wembley. Los alemanes juegan sus finales en el Olímpico de Berlín, y los italianos, en el Olímpico de Roma.
En España es necesario conocer primero qué dos equipos llegan a la final para valorar qué sede resulta la más conveniente, a quién puede gustar o disgustar su celebración, incluso insinuar -como ha sido el caso este año-, si en determinadas circunstancias debe o no celebrarse a puerta abierta. Ello no es fruto de la casualidad.
Todos los países antes señalados alcanzaron en el pasado la consecución de un bien supremo -Azaña dixit- con el que identificarse, un acontecimiento histórico capaz de vertebrar su cohesión, de conferir una cierta dignidad y conciencia colectiva a sus pueblos. Quién puede negar que tras la grandeur de los franceses subyace el orgulloso bagaje de su Revolución, de los valores republicanos, incluso de su cruenta gloria imperial. Quién discute que tras la altivez británica emerge el anglicanismo, la ruptura con Roma, la singularidad de las islas, el primer rey sometido al poder parlamentario. Qué decir de los alemanes, hijos de Lutero y la reforma, emancipados de los Habsburgo, arrepentidos todos frente a Hitler, y jactanciosos prestamistas hoy de sus dominios mediterráneos. Hasta el Olímpico de Roma congrega cada año a los herederos de la unificación italiana, de Garibaldi y el Resorgimento.
En España no hay sede en común para la final porque nunca hubo cuento en común. Al contrario, una tenebrosa metafísica buscando legitimar la hegemonía estamental de sus élites. Ni siquiera con anterioridad al advenimiento de la modernidad, podemos proclamar nuestra particular comunión nacional. Sucumbieron los comuneros; nuestros grandes, aliados a los flamencos que los despreciaban, no dudaron respecto a cuál era su verdadero enemigo: el pueblo castellano al que había que aplastar. Para entonces la península ya se había vertebrado en base a una concepción imperial católica, con la Inquisición como único órgano peninsular competente entre reinos. Los Habsburgo dieron paso al centralismo borbónico.
Llegaron luego otros franceses, el Anticristo, dispuestos a arrebatarnos el crucifijo y hasta el mismísimo Dios. Los españoles, siempre sin ilustrar, creímos a nuestros curas y aristócratas. En las parroquias se fomentó el motín de Esquilacce; el de Aranjuez lo promovió nuestra populista nobleza disfrazada de campesino; los criados de nuestros señores, siempre bien aleccionados, consignaron las alarmas de palacio el 2 de mayo, o los cánticos de las masas al regreso de Fernando VII. El pueblo español aprendió a jactarse de sus cadenas.
Antes de huir abochornado de su patria, acaso de desear morir en otra, Goya nos dejaría su prodigiosa editorial de un pueblo condenado al servilismo; su visión de un país oscuro, siniestro, vergonzante; sus pinturas negras: el oscurantismo devorando a los españoles, romerías de estulticia y podredumbre... El tiempo dio la razón al genio aragonés: represión, corrupción, impunidad, caciquismo y catequesis; de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. Más o menos como hoy.
Pep Guardiola declaraba recientemente que "los alemanes disfrutan de otras cosas, además del fútbol". Algo improbable en la España huérfana de comunión peninsular, donde el futbol lo es casi todo; tanto que tiene poco de fútbol y mucho de batalla banderiza y señorial. Fútbol en vena a todas horas, mientras el IVA reducido se aplica a la inversión en cuadros de nuestros gobernantes y a las revistas porno de sus gobernados. Entre goles y el Penthouse se mantiene desfogado al español. Por si fuera poco, vuelve a repetirse la final no deseada, la mal vista, la corrosiva y disolvente. Qué falta de consideración en los cruces, entre el estamento arbitral, en la Federación. Aciaga patria siempre expuesta al contubernio... Pero todo tiene remedio. Ya amenaza la sanción, suspendemos micros, elevamos la megafonía, si es necesario damos paso a publicidad. Conquistar la apariencia.., qué triste consuelo. Algún año podríamos jugar la final en París y enchufar la Marsellesa.
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