El cristo de Ánimas es una cascada torrencial, te ahoga si lo miras. Si lo miras fijamente te ofrece una paz infinita, de ver como Dios se hizo Hombre para morir en una cruz para salvar a todos los seres humanos.
La Semana Santa vuelve una vez más, estará entre nosotros. Una vez más, Córdoba, como el resto de España, se viste de pasión, amor y religiosidad. La saeta vuelve a romper como un quejido de lamento en el silencio de la noche. Un rosario de plegarias envuelve el aroma del incienso y el azahar de los naranjos en flor. No sé por qué, en estos días de la Semana Santa, se nota aún más la amargura en el rostro de la Madre, que vuelve a ver a su Hijo morir. Un Hijo que, siendo Dios, quiso morir en una cruz para la redención del mundo.
No sé por qué estos días, para mí, me dan sus luces, retrotraen momentos de amargura. Este sufrimiento se me adoquina en la cara, y cuando ha pasado esta semana, se cascarilla y, poco a poco, va cayendo, dejando la huella del dolor, del arrepentimiento, de la impotencia de querer hacer y no poder, de querer manifestarme. Y es en ese momento cuando un silencio sepulcral, el silencio del Gólgota, baja con una luz sin determinar, imprecisa, una luz que presagia dolor y sufrimiento.
Allí estaba Él. Cuatro farolas con luz tenue y mortecina velaban su sueño. La cera derretida y esparcida que había en su regazo reflejaba el rostro de dolor y sufrimiento del Cristo. De la Cuesta del Bailío venía un olor a Semana Santa, a incienso, esa mixtura oriental que sale a borbotones de las navecillas de los acólitos, al compás y al vaivén del palio que, en la noche de Semana Santa, se enreda y acompaña a la saeta, mezclada en el silencio de la noche.
Una noche, en la plaza de San Lorenzo, me emocionó tanto el Cristo de Ánimas en su soledad y el silencio que le describe, con el rezo del rosario con sus plegarias, y los penitentes con sus faroles encendidos y el apagón de las luces en sus calles, hacen que ni el silencio tenga ruido. El Cristo de Ánimas es una cascada torrencial, te ahoga si lo miras. Si lo miras fijamente, te ofrece una paz infinita, de ver cómo Dios se hizo Hombre para morir en una cruz para salvar a todos los seres humanos.
Cada hermandad tiene sus singulares saetas. Flechas que, a modo de oratoria, no podrían mermar el sufrimiento del Cristo en su calvario hacia el Gólgota. Desde aquí, le envío mi oración en forma de saeta:
Yo quisiera ser saetero / para hacerte una saeta / y en ella mandarte entero / mi corazón de poeta / saeta de pintadas finas / mojadas en sangre de amores / para bordarte unas flores / en lugar de espinas.
No sé por qué en la calle de la Yerbabuena se refleja en mí Nuestro Padre Jesús el Nazareno. Su figura, como la veré este año como años atrás, irradiando su reflejo tenuemente en sus blancas y estrechas paredes, como si estuviera delante de mí. La luz de sus ojos la vi con esperanza, consuelo y vida. De este embeleso vinieron a mis recuerdos el inconfundible sonido de los tambores y trompetas, acompañado por su Madre, la Virgen Nazarena Dolorosa.
Volveré a ver los varales de palio en el oasis de mi fe cristiana, en la plaza de Capuchinos, en esa recoleta y tranquila plaza, una saetera en los balcones de hierros duros. Del hospital de San Jacinto salía por la boca, con voz envejecida y encarnecida por el paso de los años, de una residente:
Hospital de San Jacinto / cubre tus puertas de flores / que viene por tu recinto / la Virgen de los Dolores / para el entierro de Cristo.
Esta Virgen no necesita tener palio con sus varales. El paso se balancea, va meciendo a esa Madre que, como su nombre dice, sus dolores los lleva en su pecho, clavados en su corazón.
No quisiera dejar pasar el Santo Sepulcro, el más penetrante, donde su sarcófago lleva reflejado el rostro del Cristo con cara serena y del color de la cera. En este deambular, su Madre le acompaña: Nuestra Señora del Desconsuelo en su Soledad. La semana de Pasión la culmina con el Resucitado, elevando la mirada hacia el cielo para ver a su Padre Celestial, que, junto a su Madre, bajo palio, hace del Domingo de Gloria su cúspide. Un año más, la Semana Santa ha llenado mis pensamientos de una plegaria de amor y cristianismo de verdad.
Este año no sé por qué me fijaré en sus varales que sostienen el palio. Una vez más, he sentido repiquetear en mi fe una voz; esta me decía lo que yo estaba adivinando. Una oración de amor salía a borbotones por la comisura de mis labios: ¿Qué han hecho contigo, Dios mío?
A lo lejos se oían los últimos aleteos de la paloma mensajera de una saeta mezclada con el silencio de la noche. Jesús ha resucitado. ¡Aleluya! ¡¡Aleluya!!
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