Redactor
El chico que no habla es el hijo único de su fallecida única hija, y de su también fallecido yerno. Lo crió ella, viuda, al chico que no habla, su nieto. Es el chico que no habla quien redacta el breve texto que se inicia con: “El chico que no habla es el hijo único de su fallecida...”
Huir
Claro que pensó en huir, harta de padecer la torpeza de los golpes de esa especie de marido colérico, de pésimo vino y borbotones de sevicia. También pensó en huir cuando su hijo cayera muerto por una bala perdida, entre los cohetes y petardos detonados por los chicos y adultos del barrio, después de transcurridos veinte minutos del año nuevo. Pensó. Hasta que dejó de hacerlo. Después de veinte años la vieja sigue, loca, letárgica. Sigue huyendo.
En la mira
Linda mina, lindo tipo de hombre, se sienten cómodos en sus cuerpos flacos, debajo de sus abundantes cabelleras, encima de sus principescos pies. Señor gordo, calvo, con juanetes, desencantado y empuñando una Magnum 44.Apunta (no sin fastidio).
Pares
El despertador suena a las cinco y media. Es de noche. No debo pensarlo dos veces, y no lo pienso. Enciendo la luz del velador. Me incorporo (si puede decirse que ese paquete abotagado y que ofrece sólo una contundencia marmota y atravesada, lo que hace es incorporarse), me desplazo hacia el aparato de radio (debajo del lavatorio, sobre un banquito que hubiera podido construir el tío Pacho, o bien, mi padre), manoteo la perilla que me sitúa en la raspante descarga eléctrica que da paso a la voz del locutor de mis matinatas laborales, me quito el saco del piyama casi sin respetar los tres botones ensartados en sendos ojales (no exactamente los simétricos), y lo cuelgo en la perchita colorada que hará nueve días pegué con Poxipol a una altura cómoda para el Increíble Hulk.
Enciendo la luz con la mano izquierda mientras con la derecha abro la canilla que indica FR A. Surge el chorro con mayores ínfulas que si abriera la CAL ENTE, y similar temperatura a esa hora del alba, puesto que la caldera del edificio todavía reposa. Echo despabilante agua sobre párpados, mejillas e inevitables adyacencias, y me complazco con los buches. Cierro la canilla, malseco la superficie salpicante con la toalla que me regalaron, en estas navidades, los únicos que me saludaran por las fiestas, y en el espejo del botiquín escruto las marcas de dobleces de funda que surcan mi frente. Cuelgo la toalla, descuelgo el saco del piyama con el que retorno hacia la cama donde una mujer duerme su intenso despatarro, sobre cama y mujer arrojo la prenda, apago la luz del velador, regreso al baño.
Radio Municipal de fondo y bajito, ya higienizado y con mucho talco berreta en el área afeitada, lavo mi ropita con el jabón de tocador y la tiendo en la estropeada cuerda de nailon que cruza la bañera. Preparo mi desayuno y lo tomo. Lavo, seco y guardo los utensilios. Me visto, y depositando besos en quien no cesa de dormir y soñar conmigo o con su marido, de viaje, yéndome apago las luces y la radio y cierro la puerta de mi departamento. Son las siete.
Mientras bajo los modestos tres pisos por el ascensor y traspongo la puerta de calle, trazo mi plan. Pocos metros por Arenales, llego a Ayacucho. Por esa, una cuadra hasta Juncal. Por Juncal, otra, hasta Junín. Por Junín todas las demás, hasta avenida Las Heras, cruzando. Subir al ciento diez (a una cuadra de los paredones de la Recoleta) preferentemente no después de las siete y quince. En Kerszberg S.A.C.I. no debo firmar la planilla de asistencia después de las ocho. Ayer recorrí Arenales hasta Junín y por Junín seguí hasta la parada. El viernes, por Ayacucho fui hasta Las Heras y, por esa avenida, hasta Junín. El jueves, por Ayacucho llegué a Pacheco de Melo, una por esa y otra por Junín. El miércoles, por Ayacucho hasta Peña; por esa, una, y dos por Junín. El otro martes fue como hoy, doblé en Juncal, pero no caminé por las veredas pares.
Semblanza
Soy lo que soy desde que se murió mi mamá. Me sentía libre al principio, liberado. Me lo merecía. Mientras ella vivía fui un pelagatos. En la gran ciudad. No voy a revelar cuál era mi ocupación. En todo caso, digna. Mientras ella vivió, “el hijo de la sucia” me endilgaban. El eslogan dolía. Y dolía también el otro eslogan: “El hijo del vecino”. En referencia al quiosquero, el solterón de la casa de al lado. Y algo hubo, algo pasó.
En efecto, mi mamá no era propensa a la higiene. No era, tampoco, una mujer dada, que se pudiera decir, comunicativa. Estrictamente, gruñía en ocasiones. Yo le preguntaba: “¿Vino Isabel a buscarme?”: gruñido. “Mamá, ¿me hacés el nudo de la corbata?”: gruñía y me hacía el nudo de la corbata. Le comentaba: “Me aumentaron el sueldo”: gruñido. Y le proporcionaba una generosa porción de mis ingresos. Trabajaba yo doble turno y ganaba por ese turno doble el ochenta por ciento de lo que se me abonaba por el turno simple. Y aún me quedaba un ratito para darle algunos besos a mi novia de la infancia, la adorable, la resignada Isabel. Escasas emociones en los primeros treinta años de mi vida.
Ahora soy un trashumante, difusamente melancólico. De Isabel me despedí, apenas después de tomada la ruda resolución de vagabundear. A mi mamá la llevo en el espíritu a donde quiera que me traslade y con quien sea que me junte. Admitan en mi semblanza que la añoro. Tengo para mí que acabaré por hastiarme.
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