La acción, el evento, el festival de cine, en este caso, acontece durante un breve periodo de tiempo. Pero su significado, las imágenes aquí vistas durante diez días de intenso cine y el tejido cinematográfico que conforman entre ellas, persiste mucho más tiempo que el de la estricta duración del festival. Al fin y al cabo, de esto se trataba, de hallar algo inmaterial y duradero entre colas, entradas, pantallas y códecs de vídeo.
Un buen ejemplo de ello es Evolution (Lucile Hadzihalilovic), la película de clausura de la sección Nuevas Visiones, la historia de un grupo de niños cuidado por un grupo de mujeres en una isla remota, en la que los pequeños están sometidos a unos extraños tratamientos médicos, aunque Nicolas, el protagonista, no tardará en darse cuenta de que algo no encaja en este mundo cerrado y bien controlado por adultos.
El film de Hadzihalilovic no lo recordaremos por la elaborada metáfora visual de una tesis de calado. De hecho, la directora renuncia a explicar la mayoría de cuestiones antropológicas concernientes a la trama y toma el lugar del que abre puertas, dejando los caminos a elección del espectador. Puede que, si el título no hubiera sido, precisamente, Evolution, muchas de estas preguntas, hubieran quedado fuera de lugar tomando el mundo que nos presenta como es.
Sin embargo, el trabajo de Lucile Hadzihalilovic despunta por la creación poética de un universo que hunde sus imágenes en las aguas profundas de los temores difusos relativos al cuerpo y a la identidad, asociada a la transformación de ese cuerpo. La hipótesis del embarazo masculino construye un drama de hombres vulnerables y mujeres despojadas de su emotividad. Es una historia de pérdidas, pérdidas de roles y de lugares vitales, ésos que dejamos atrás cuando transitamos de la niñez a la adolescencia. Pérdidas narradas a través de una severa austeridad en la puesta en escena, que deja fuera lo innecesario, para crear una sequedad de montaje, de acción y de dirección artística que alimentan el clima de extrañeza y crueldad reinante en la isla. El trabajo de los colores es también portentoso, con una depurada elección de violáceos, azulados o verdosos, que contrastan con el rojo de la camiseta del protagonista Nicolas, el único que parece realmente vivo entre estos seres hieráticos o alienados. El resultado, que remite en ciertos momentos -por sus escenarios vacíos y sus niños ajenos a su verdadera condición de niños- a ¿Quién puede matar a un niño? de Narciso Ibáñez Serrador, es una película única, de un poder visual incontestable, tan delicada como perturbadora, cuyas imágenes, más allá de su contundencia como conjunto, pervivirán en nuestra memoria por su significado propio, su onirismo salvaje y la sensación de que una imagen no es aquí una imagen, sino una entidad más gruesa y anclada, con tentáculos de pulpo, a las poderosas fuerzas del sexo o el terror, que mueven al ser humano desde sus orígenes y en su evolutivo futuro.
Si el film de Hadzihalilovic prioriza la forma sobre el contenido, en lo de último de Hou Hsiao-hien, The assassin, la forma podría decirse que es todo y al mismo tiempo, lo único. Personajes hieráticos cuyos conflictos son más fáciles de entender leyendo la sinopsis, tramas elípticas de comprensión más que dificultosa, y un refinamiento tan exquisito y delicado que la película se comporta como una joya de la realeza encerrada en una vitrina bajo llave. Es preciosa, pero le falta la vida del brazo que la luce. El cine de Hou Hsiao-hien siempre ha arriesgado, pero su Millenium mambo o su Tiempos de amor, juventud y libertad, construían un cine de, sí, elipsis, contención emocional y narrativa de vericuetos, pero en un grado incapaz de devorar su propia construcción. Tras años sin presentar una película, Hsiao-hien vuelve con un wuxia -nombre tradicional otorgado al género de artes marciales-, cuya vocación es reformular el género, dejando de lado las expectativas del espectador al respecto, para centrarse en una propuesta de autor. Si en Evolution las imágenes eran coyunturas de pulsiones, ideas y lugares, en The assassin las imágenes no palpitan desde esas complejas alianzas y oscuras profundidades. Aquí las representaciones son etéreas, nebulosas, frágiles. Su misterio parece residir más en su superficie que en el poso de su rastro, aunque me pregunto qué lugar adquirirán en el recuerdo –perdiéndose para siempre en la niebla o ganando un poder inesperado- una vez desaparecida la experiencia inmediata de la sala de cine.
Sería injusto marcharnos de este Sitges 2015 sin comentar Last days in the desert, de Rodrigo García, la última película del hijo de Gabriel García Márquez, quien ha venido construyendo una trayectoria fílmica (suyas son Nueve vidas, Madres e hijas o la serie In treatment), en la que ha mostrado un profundo conocimiento de la psique humana y un gran compromiso con las emociones de sus personajes, situándose siempre al mismo nivel de sus soledades, esperanzas y miedos. Last days in the desert rompe, en cierta manera, con el mundo realista y cotidiano en el que sus historias se ubicaban hasta el momento, y presenta, ni más ni menos que el final de los cuarenta días de Cristo (Ewan McGregor) en el desierto, antes de su crucifixión en Jerusalén. El proceso de limpieza interior del personaje, que se refleja claramente en su ayuno, encuentra también su equivalencia en imágenes, depuradas, reducidas a la composición de personaje y fondo y apenas un par de escenarios creados por el hombre. La fotografía combina el plano general donde la aridez del paisaje contrasta con su inmensidad, con los planos cortos en donde los rostros se perfilan contra un cielo magnificente que no funciona, sin embargo, como presencia simbólica del Cielo, con mayúscula, ya que aquí se narra la historia del Cristo hombre. Rodrigo García elige, como en su cine anterior, colocarse al nivel de su personaje, del personaje histórico, y tanto es así que desdobla al Cristo sobrenatural en otro personaje, el ángel y el demonio, de cuyos diálogos nacen los debates internos del Cristo hombre. Es lo inesperado de su actitud lo que más sorprende de la película. Lejos de la figura idolatrada como seductor de multitudes, de personalidad atractiva y fuerte, el Cristo de la película no arenga a ninguno de los personajes con quien cruza su camino: escucha, pregunta, ayuda y crea con su actitud atenta pero equidistante de todos y cada uno, la posibilidad de que aquéllos que padecen los conflictos los resuelvan por sí mismos, le guste o le disguste a él la solución. Last days in the desert va creciendo a medida que avanza, utiliza pocas palabras para comunicar muchas cosas y remata la apuesta con una inesperada conexión con el hombre contemporáneo. Capacidad de reflexión, de conexión con la naturaleza, con los demás y con uno mismo. ¿Cuánto de eso hay en nuestras vidas hoy? La espiritualidad, parece ser, trataba de eso, en origen.
Como todos los años, algunas evocadoras, furtivas e inclasificables películas se nos quedan en el tintero. Gajes de la programación a lo grande de Sitges. Aquí cribamos lo que nos resultó más relevante, en una edición irregular pero llena de imágenes para la memoria.
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