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Afrontando las navidades, fiestas intemporales que van más allá, desde el punto de vista religioso y cultural, de su actual avatar cristiano, vuelvo, mucho tiempo después, a las cuevas del Castillo, en Cantabria; allí, inmortalizadas en las paredes cavernarias, me encuentro de nuevo con aquellas manos que otros humanos inmortalizaron hace decenas de miles de años.
Me refiero a esas apreciaciones que nos deslizan hacia la experiencia sublime en los diferentes estratos de la presencia humana. Contienen el duende necesario para abstraernos de las naderías y hacernos fijar la atención con maestría, moviendo hilos indescriptibles. Funcionan con ese algo especial capaz de congregar en el mismo estrado fascinante a la emisión de un mensaje de calidad y la fina sensibilidad del receptor.
Basado en las microexpresiones faciales, sin que digas una sola palabra, está claro que la mirada lleva diferentes firmas emocionales. Las arrugas de expresión transmiten mucho más de lo que imaginas y la mayoría de las veces, quienes conviven contigo suelen decir que te conocen.
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