«¡Podéis ir en paz!», dijo finalmente el cura Jesús, despidiéndose de los feligreses. La iglesia el Nuevo Rosario volvió a su antigua condición de silencio, incienso de sándalo y oscuridad.
El cura Jesús tenía cinco años de ejercer el sacerdocio y sus últimos años como seminarista, los llevó a cabo en el extranjero. Al terminar sus estudios religiosos, solicitó a sus superiores el traslado a su pueblo, donde se necesitaba un cura que rogara por las almas de los vivos y de los muertos.
Cuando llegó al pueblo, la iglesia se encontraba en total abandono. Hacía tiempo que no se oficiaban misas, confesiones ni había casamientos. Con el esfuerzo de todos los pobladores se repararon las bancas rotas, se limpió la telaraña y se pintó todo el templo. Concluidos todas las labores, la iglesia Nuevo Rosario abrió sus puertas. Las palomas de castilla comenzaron a decorarla con sus vuelos. Poco a poco, la gente del lugar comenzó a recuperar su costumbre religiosa; las procesiones de Semana Santa se tornaron en fiestas fervorosas.
Uno de los amigos del cura era Jacinto, con el que pasaba largas horas hablando sobre diversos temas, entre estos: filosofía, historia, política y, sobre todo, el tema de la evolución del hombre, sin duda, el de mayor debate.
—Escuche padre Jesús ‒decía Jacinto‒, según Charles Darwin, nosotros descendemos del mono y francamente, sus argumentos son ciertos, hasta que se demuestre lo contrario. Muchos estudiosos, filósofos, científicos, por medio de sus investigaciones han determinado que es la única verdad relacionada con el hombre.
—No, Jacinto, esos son puros conceptos, ideas sin fundamentos. No podemos obviar lo que dicen nuestras sagradas escrituras ‒replicaba el sacerdote con firmeza‒. Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y como lo vio solo, de una de sus costillas creó a la mujer». Eso es lo que hay que creer.
—¿Como lo demuestra usted? ‒preguntó con insistencia Jacinto.
—La cosa no es demostrar si es cierto o no, sino creer que fue así, tener fe, Jacinto, eso es todo.
Durante las discusiones las expresiones faciales cambiaban de colores. Cada uno defendía su punto de vista: uno, su misticismo religioso, y el otro, sus conceptos darwinianos.
—Lo que pienso será siempre cierto, hasta que se demuestre y compruebe lo contrario ‒afirmó Jacinto.
—¡No es así! ‒elevó la voz el sacerdote‒. Estás completamente equivocado.
En fin, poco a poco, aquellas pláticas fueron desapareciendo. El cura Jesús continuó con su rutina realizando casamientos, confesando, oficiando misas… se percató que algo no lo dejaba dormir, una idea, algo que lo llenaba de inseguridad. Aquellas conversaciones plantaron en él una gran confusión que lo mantenía despierto todas las noches. Daba vueltas en la cama como un trompo. Se levantaba en las madrugadas, caminaba en los pasillos tratando de recuperar el sueño, pero nada.
Una de aquellas noches, decidió ojear hasta el agotamiento uno de los tantos libros que le había regalado Jacinto sobre la evolución de las especies, de Charles Darwin. En cada página leída se destrozó los párpados, subrayó párrafos importantes, comparó conceptos, pero la inquietud estaba ahí, siempre fresca. Los gallos cantaron. El sol se deslizó lento por las ventanas. Un hilo de luz pareció perforar el libro aún sostenido por el cura Jesús, nervioso y casi vencido por el sueño. Su vocación estaba en crisis.
«¿Será cierto que descendemos del mono?», se preguntó. «No debería dudar de mis principios cristianos, pero Jacinto me ha enredado con sus exposiciones absurdas. Tengo que aclarar con él este asunto y acabar con la zozobra». Continuó luchando con sus pensamientos, mientras sus párpados se confundían con sus ojeras grandes y moradas.
Atribulado, sintió urgencia de contactar a Jacinto. Lo llamó y éste atendió:
—Necesito hablarte ahora, me urge verte. Tengo que aclarar unas dudas contigo porque me tienen enfermo ‒expresó el cura.
—Está bien, padre. Espéreme en el zoológico a las tres de la tarde, por favor ‒respondió cortésmente Jacinto.
El zoológico estaba ubicado en la entrada del pueblo, era pequeño y no albergaba a muchos animales. El cura llegó a las tres de la tarde en punto. Media hora después, Jacinto no hacía presencia. Otra media hora más tarde, tampoco se vio sombra de quien esperaba. El padre se impacientó, caminó de un lado a otro, miraba insistente su reloj que avanzaba inexorable. «Tiene que venir, tiene que venir…», pensaba nervioso. Continuó esperando.
Ya se había completado hora y media de espera aquella tarde, cuando lo alcanzó un alarido de gestos mezclados con el movimiento de ramas de los árboles. De aquí para allá, de allá para acá. En el ir y venir, de pronto, se encontró frente a la jaula donde un chimpancé se paseaba tranquilo. El cura lo observó como para fulminarlo. «Tú eres el causante de mis insomnios y de mis dudas», pensó con su mirada clavada en el simio. Cuando él se llevó la mano derecha a su rostro, también lo hizo el chimpancé. Se desconcertó. Luego, se agachó para tomar una piedra del suelo, y ¡sorpresa!, también el simio imitó el movimiento. Se rascó la cabeza y también lo hizo el animal. Con exactitud, el chimpancé enjaulado repitió cada uno de los movimientos del cura. Al borde del colapso nervioso, el humano religioso se acercó hasta el primate y lo miró fijamente a los ojos, y le dijo:
—Escucha, tú animal del demonio. Si me dices una palabra… ¡Oh, sí! Si me hablas, aunque sea una palabra, te bautizo… por mi santa madre que te bautizo.
Fue tan penetrante el contacto visual de ambos seres, que el mecido de los árboles y el cansancio por desvelo, al escuchar aquella voz, se desmayó.
—Don Jacinto, habrá que esperar cómo evoluciona el padre Jesús. Debemos esperar a que salga del Shock. ¿Sabe usted qué le pudo causar tremenda impresión? ‒preguntó finalmente el doctor.
—No sé si cuando estaba frente al chimpancé del zoológico se habrá asustado de algo, doctor. Al llegar, me ubiqué a sus espaldas y al concluir mi frase él se derrumbó.
Aquel «He aquí al mono de Darwin» fue fulminante para el cura Jesús. Y el mono siguió comiendo bananos y columpiándose entre los barrotes de la jaula.
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