En 1571 un joven Miguel de Cervantes lucha en Lepanto contra el turco; quién sabe si más allá del pertinente salario, el joven soldado siente combatir por una cierta gloria universal. Casi dos décadas después, en 1588, el escritor contempla el despropósito de la Invencible. Entre estas dos fechas ha sufrido el presidio. Hasta en cuatro ocasiones intenta darse a la fuga y las cuatro el gobernador argelino Hasán Bajá le perdona la vida. Cuando por fin logra regresar a la península, Cervantes busca marcharse a Indias. Presenta sus méritos al rey pero su petición le es denegada. Ha de ganarse la vida como recaudador de tributos: porqueros, tramposos, huidizos, avaros, personajes de fortuna a los que debe localizar primero y fiscalizar después. La realidad nutre el fecundo bagaje del escritor.
Felipe II fallece en 1598. Tras su estancia en Países Bajos e Inglaterra, el regreso del Habsburgo a la península (1559) había tenido algo de simbólico. El hijo del emperador no volvería a salir de ella. La pérdida del trono inglés presagiaba el punto de no retorno con los neerlandeses. Los príncipes alemanes ya estaban en guerra contra el imperio. La bancarrota coadyuva a las miserias de la monarquía y la leyenda negra –que de leyenda poco tiene– es una tenebrosa realidad: el genocidio en Indias, el fanatismo inquisitorial en Europa, el terror de Alba en Países Bajos; hasta los viejos compañeros de Carlos V, Egmont y Horn, son decapitados por Felipe, sobrepasado por los acontecimientos e incapaz de afrontar la dinástica empresa.
Mientras Cervantes escribe el Quijote ya es tiempo de Lerma y de Felipe III. Misma harina que hoy –diría Erasmo–, distintas posibilidades. Si bien es entonces cuando se logra la mayor extensión comercial y administrativa del imperio austriaco, la inflexión histórica de la dinastía ya se ha producido. En 1605 aparece Don Quijote de la Mancha. Diez años más tarde, el escritor culmina la segunda parte de su obra. Cervantes no sólo es capaz de sugerirnos una suerte de ciencia histórica o compromiso avant la lettre; al tiempo parodia, satiriza, ridiculiza una cierta y vana gloria que sólo puede asignar a un delirante hidalgo.
En su célebre artículo en La Vanguardia, “El Poeta y el Pueblo”, Antonio Machado nos enseña cómo lo esencial aristocrático es, en cierto modo, lo popular, la verdad concreta. ¿Cómo denunciar hace cuatro siglos un burdo negocio patrimonial instaurado al socaire de abstractas glorias sin ser quemado por la Inquisición? ¿Cómo denunciar la estética perversión de la corte que diría Mairena? Cuando iniciados sus primeros escarceos el ingenioso hidalgo termina malparado, Sancho intenta hacerle ver quién es en realidad. Apaleado y quebrantado don Quijote responde solemne: “yo sé quién soy”. Para Ser, el perturbado hidalgo desfigura la realidad, sanciona su propio valer, se complace en su falso reflejo. Pero también para Ser, su cuerdo escudero sin educar, sempiterno creyente de vanas promesas [la anhelada ínsula], debe aceptar la impostura, instalarse en una lectura trastornada de la realidad. Bajo una autoridad irracional el vasallo debe renunciar al sentido común.
Pierre Vilar nos habló de “la vanidad satisfecha” del patriota español. Curiosa patria aquella cuyos hijos más dignos son sus renegados. Luego quedan quienes aspiran a hacer del pendón un instrumento procesal más de su impunidad. A cientos de kilómetros, y al mismo tiempo que Cervantes, William Shakespeare incide en el plano paralelo de una misma realidad. “Ser o no ser: esta es la cuestión: si es más noble sufrir en el ánimo los tiros y flechazos de la insultante Fortuna, o alzarse en armas contra un mar de agitaciones, y, enfrentándose con ellas, acabarlas: morir, dormir, nada más”. Enfrentarse o no al poder. “Bienaventurados aquellos cuya sangre y juicio están tan bien mezclados que no son una flauta en que el dedo de la Fortuna puede tocar el agujero que le place” nos dice Hamlet en busca de una redención que es, a la vez, la de su patria.
|