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Aunque parezca mentira

Relato breve
Alberto Juárez Vivas
lunes, 2 de enero de 2023, 09:42 h (CET)

Un hombre pequeño, como por arte de magia, apareció y se dirigió hacia acá, donde aún servimos al orden:


—No puedo más señor, debe escucharme. Vengo desde muy lejos y he tenido que dormir en las calles y probar alimentos hasta de los botes de basura. Pero aquí estoy. Vengo a poner una denuncia ‒dijo aquel viejo que entró a la estación policial.


Nadie dijo una palabra. El viejo se sentó en una silla metálica y nos miró como si también él estuviese sorprendido. Su atuendo era increíblemente cómico, un pantalón ajustadísimo con el ruedo hasta mitad de la pantorrilla, botas de hule negras que conservaban residuos de lodo. Su camisa era muy curiosa, de colores lila y amarillo, tan brillante que a los ojos molestaba.


—Bueno, ¿en qué le puedo ayudar anciano? ‒le pregunté con tremendas ganas de reírme, tal como les sucedía a mis compañeros que se aguantaban para no carcajearse.


El viejo se acomodaba en la silla moviendo su boca como si masticara algo. Miró a su alrededor con cierta desconfianza y luego, inició su relato:


«Señor, ya le dije que he venido de largo a poner una denuncia y espero que usted me entienda ‒se acarició el bigote y continuó pintando con su mirada todos los contornos de la oficina‒. Hace una semana, sembrando en mi terrenito, porque nosotros sembramos frijolitos y maicito, pues en eso estaba cuando del cielo cayó esta mochila negra. Yo miré para arriba y en eso que pasaba un avión y pienso que se le cayó a ese chunche, o a alguien ahí que iba muy elevado. Y pues fíjese que no sé dónde buscarlo y… yo no sé nada. Lo único que quiero es no tener problemas, usté me entenderá bien.


«Cuando le conté de esto a mi mujer y le enseñé lo que había dentro de la mochila, se alegró muchísimo, pero ay nomás le dije, Por un lado nos sacaría de aprietos y por otro nos podrían meter a la cárcel o a saber qué lío. Y pues, imagínese señor, perder lo poco que hemos conseguido a lomo partido o vendernos al diablo, que ni Diosito lo quiera. No sería justo. Por eso me he venido derechito hasta aquí para devolver lo que no es mío y que de arriba cayó como bendición o maldición, no quiero saber…»


Cuando el viejo concluyó su relato, el ambiente se tornó silencioso y misterioso. Nuestras ganas de reír desaparecieron y las miradas se entrecruzaron. ¿Qué era lo que se traía a nosotros? Yo no entendía nada. En un primer momento pensé que se trataba de una broma, que por aquí abundan. Pero, la actitud y los gestos del viejo afirmaban lo contrario. Uno de mis compañeros estornudó y hasta entonces reaccioné. Me acerqué al visitante que ya había callado.


—¿Dice usted que le cayó del cielo; que cuando vio hacia arriba pasaba un avión?


—Así es señor. Aquí ando la mochila para entregárselas, está pesadísima.


Se giró a un lado de su asiento, tomó un saco raído y extrajo una mochila negra grande, se levantó y con mucho esfuerzo la puso sobre el escritorio; cuando la abrió, se descubrieron muchos manojos de billetes de cien dólares nuevecitos. Jamás había visto tanto dinero en mi vida. Me fui hacia atrás en mi silla y le clavé la mirada al viejo. ¿Existen en este mundo personas tan ingenuas? ¡No lo podía creer!


—Entonces, si no hay nada más, quisiera regresarme tranquilito hacia mi rancho ‒dijo el viejo acomodándose el cuello de la camisa.


—Sí, señor. No hay nada más, puede retirarse ‒le dije. Pero de repente respondí a un impulso extraño y abrí una de las gavetas de mi escritorio, de donde extraje una cuerda que tenía guardada y lo llamé a gritos para que se detuviera.


Le ofrecí la cuerda pensando en que el viejo podía usarla de la misma manera que lo hizo Judas Iscariote. ¡Por idiota! ¡Cómo se le ocurría entregar una mochila repleta de dinero que le había caído del cielo!


—¿Y para que quiero esto? ‒preguntó.


—Para que se ahorque; por haber venido hasta aquí a entregar un dinero que no era de nadie. Ahora tampoco es suyo. Por eso le doy la cuerda.


— ¡Bah, a saber qué dice! No le entiendo ‒alzó los hombros el viejo y se marchó.


No lo podíamos creer y enmudecimos. ¿Inocencia o idiotez? Quizá ambas cosas. Una grandísima cantidad de dólares estaba en nuestro poder, es decir, en mi poder. Y sin joderme ni meter las manos donde no se debe. Dispuse entregarles jugosas cuotitas a mis compañeros presentes, exigiéndoles silencio y olvido.


Al mes, se presentó a mi estación policial un hombre fornido, muy bien vestido y de lujoso reloj y cadena, representando a su jefe Monchito que, por su descripción, se trataba del mismo viejo que me entregó aquella mochila caída del cielo. Y vea que de pronto la inocencia y la idiotez son mascaradas no más, sobre todo muy persuasivas y comprometedoras, aunque parezca mentira, porque ahora yo, mis compañeros y toda esta estación, estamos al servicio de Don Monchito, que por estos lados nadie lo ve, pero sí saben de él.

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