Hoy quiero hablar de un amigo al que no volveré a ver. Lo conocí personalmente un septiembre de hace cinco años, cuando me invitó (me introdujo) a una tertulia de cine en la que participaba desde tiempo atrás. Esa tarde no solo le puse cara a él sino a mucha más buena gente, y esa sencilla invitación fue la primera de tantas cosas por las que siempre quedaré en deuda con su generosidad.
A lo largo del tiempo se me fue desvelando un tipo inteligente, creativo, chispeante, con el que era imposible cansarse de hablar, pues parecía una mesa de ping-pong que dominaba y devolvía cualquier tema que le propusieras, ya fuera historia, filosofía, gastronomía, Moebius, astronáutica, western, arquitectura Bauhaus, Stanley Kubrik, y la afición que era su trabajo, y que como tantas otras cosas en las que se enfrascaba José Luis Ayuso, no sabía hacer mal: el diseño gráfico.
Pepe tenía un punto de humor muy british que sacaba a pasear a menudo, y una risa grave y socarrona que hoy no puedo recordar sin que se me humedezcan los ojos, y que venía a decir “Vale, vale, que ya te conozco”. Pepe era un anecdotario ambulante más grande que la biblioteca de Emilio Salgari. A Pepe era difícil sacarle de quicio, pues de entrada y salida te encontrabas su espíritu conciliador, y aún más difícil sacarle una pizca de orgullo, pues lo reservaba en exclusiva para sus dos hijos. Parecía casi imposible casar todas esas virtudes en alguien sin terminar dudando que alguien así existiera, pero no solo existía sino que además se encargaba de recordártelo de manera que no pudieras ni tenerle manía. Porque Pepe, además de todo lo anterior, era un encanto de persona.
Hoy vienen a mi cabeza de golpe todas esas conversaciones, toda su ayuda inestimable cuando intenté publicar mi primer libro (esa maravillosa portada que le trajo de cabeza, y que solo podía habérsele ocurrido a él), todos los consejos, sugerencias, ánimos, correcciones, más ánimos. Toda esa presencia enorme que ejercía de sombra cálida y protectora sobre los demás. Todo ese tiempo pasado que ahora pasa a ser pura melancolía. La mañana del domingo, sin saber que la guadaña nos lo había apartado para siempre, recorría andando esa playa de Malvarrosa y Patacona que él solía a menudo caminar y fotografiar, y pensaba en las ganas que tenía de volver a verle. Seguro que no era el único.
Ahora que estoy hecho migas porque me falta un gran amigo, ahora que lloro no por él sino por mí y por todos los que nos hemos quedado huérfanos de su vida, ahora que su esencia se fundirá con ese Cosmos que tanto le fascinaba y le intrigaba, ahora recuerdo como si fueran sirenas sonando sin parar en mi cabeza, esas palabras que Robert Graves puso en boca de Claudio, cuando éste a su vez recordaba y lloraba a su querido hermano Germánico: “Y la gente sentía como si hubiera perdido a alguien muy íntimo y cercano, y escuché a un mendigo en la calle decir que aquello era como si el sol se hubiera puesto y no volviera a salir más. De mi propia pena es mejor no escribir”.
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