Fue en la mañana del segundo domingo de enero del presente año, llegaba caminando a mi casa, sazonado en tabaco, rock y alcohol, cuando reparé en la portada de la sección Luces del diario El Comercio, colgada de uno de los bordes de madera del quiosco ubicado a tres cuadras de mi casa: “Un monstruo llega a Lima”. El músico británico Peter Gabriel se presentaría en Lima el viernes 20 de marzo.
Si este reseñista, blogger, escritor y editor sabe “algo” de música, pues se lo debe en gran medida a todo lo que ha aprendido de Peter Gabriel. (Con él he llegado a valorar y apreciar proyectos musicales que yacen en discursos pensados y coherentes.) Confieso que en principio no me fue fácil, de jóvenes solemos ser sensoriales, hormonales e instintivos, y estas características las proyectamos en todos nuestros gustos, en especial en los musicales.
Me acerqué al trabajo de Peter Gabriel, a los dieciocho años, por medio del SELLING ENGLAND BY THE POUND (1973), el mítico álbum del grupo Genesis, del cual Gabriel fue frontman hasta 1975. Valió la pena darle más de una oportunidad: los temas, que en su mayoría no bajaban de los diez minutos, eran todo un desafío para alguien que crecía en la era de las velocidades mediáticas. Como nunca antes hice mía la sentencia de José Lezama Lima (a quien aún no leía): “solo lo difícil es estimulante.” De a pocos, entonces, grabé en mi disco duro (la tramposa memoria) todo lo recibido en esas sesiones en los que dejaba a un lado los sarpullidos del mal punk y pésimo pop que tanto daño me estaban causando (la edad de las poses, pues). Para cuando asimilé la propuesta de Genesis, no demoré en sentir la desazón que me había perdido de una gran fiesta, que solo tenía que conformarme con los alcances y limitaciones de mi imaginación traidora, recreando lo que hubiera experimentado viendo las interminables performances de Gabriel con Genesis.
Comencé a seguirle la pista, a lo largo de los años, al líder natural de la banda, desde su debut solista PETER GABRIEL I hasta el UP. No pocas veces pensé que estaba poniéndome al día luego de haber perdido parte de mi vida musical escuchando grupos y cantantes que, aparte de carecer de discursos sólidos y muy adornados con toquecitos de involuntaria incoherencia, hacían gala del talento tonal y atonal, tan píricos como una eyaculación precoz. Por ello, durante estos meses de verano (de enero a marzo) en Lima, lo único que hice fue esperar el arribo de Peter Gabriel y cumplir el sueño personal de ver en vivo a quien indudablemente me lo dio todo.
Los conciertos de Peter Gabriel en Latinoamérica (Venezuela, Argentina, México y Perú) son parte del Small Place Tour. No tengo muchas luces de cómo es la recepción de su música en los países beneficiados por el tour, sin embargo, en el caso peruano, tengo una teoría, un poco jalada de los cabellos, cierto, pero no del todo irreal: la música de Peter Gabriel muy pocas veces se pasa por las radios, es un tanto difícil encontrar sus discos, ni siquiera uno puede escuchar sus “grandes éxitos” en discotecas o pubs (ni hablar de los karaokes (a los que felizmente no voy)). Es por ello que el concierto del último viernes fue ante todo una gran reunión para elegidos. Y no fue para menos: el mismo estuvo a la altura de las expectativas, y pese a que el costo de las entradas estaban por los cielos (las más caras de la seguidilla de los grandes espectáculos musicales que vienen realizándose por estos lares), la explanada del estadio Monumental mostró por lo menos a doce mil espectadores que quedamos hipnotizados desde el saque: primero con los teloneros, el cuarteto apadrinado por Gabriel, los también británicos The Black Swan Effect, que a más de uno hizo recordar al Radiohead de THE BENDS; y lo esperado: la presencia de Gabriel con “Zaar”, tema ideal que delineó el desarrollo del espectáculo signado por los orgasmos musicales que duraron casi dos horas.
El artista estuvo acompañado por un grupo de músicos de primer nivel, entre los que destacaron su hija Melanie Gabriel, el guitarrista David Roth y Tony Levin, el legendario bajista de King Crinson. Las tres pantallas gigantes y los efectos de las luces no desentonaron, no se sintió la pésima costumbre de la falta de sincronización, tan caros en otros conciertos, aunque eso sí: no pocos tuvimos la sensación de que el sonido pudo estar mejor de lo que estuvo. Y claro, los álgidos instantes eternos marcados por las joyas conformadas por “Secret World”, “San Jacinto”, Solsbury Hill”, “Steam”, “Blood of Eden”, “No Self Control”, “Sledgehammer”, “In Your Eyes”, “Biko”, “On the Air” y “Red Rain”. No se extrañaron para nada las no menos joyas “Come Talk to Me”, “Kiss that Frog” y “Digging in the Dirt”.
Al menos “una línea” se merece la hija del artista, Melanie, quien prácticamente se robó para siempre un tema de su progenitor, el “Mother of Violence” suena muchísimo mejor en ella.
Peter Gabriel ya no es el showman que solía dejar la piel en los conciertos, los años no pasan en vano, pero eso no importa, es lo de menos, lo que realmente está por encima es su capacidad para seguir creando y transmitir la esencia de una propuesta musical tan vigente como genial, la que no ha dejado de descansar en la insaciable curiosidad que le permite estar abierto a todo tipo de manifestaciones tonales, atonales, no necesariamente en la onda del pop, sino que su inquietud va mucho más allá. No por nada es uno de los pocos artistas integrales y honestos que quedan hoy en día.
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