Salvador Ruiz, por mal nombre llamado El Cagueta, era conocido en el pueblo por ser un despreciable borracho y un tanto chulesco. Un hombre que, si jugaba usando brutales formas, más ruin y perverso eran las palizas que daba a su mujer hasta dejarla sin conocimiento. Creía ser un dios, cuando solo era un diocecillo que pretendía mandar en el dolor de los demás. Y como empinaba el codo, volvía a su casa con los bolsillos vacíos, aunque no por eso dejaba de alardear, con ciertos humos machistas que le sobrepasaban la coronilla. Ya en su casa, si no veía ni a su mujer ni a su hija Luisita -porque trabajaban buscándose la vida-, el truhan aguardaba, nervioso, en el escalón de la casucha. Pero el solo hecho de verla en la lejanía, ya comenzaba con gritos fuera de toda lógica, mientras se liaba a golpes, hasta dejarla molida. Vale decir que El Cagueta usaba una vara de mimbre a la que hacía vibrar como si vareara olivos. Una bestia. El vecindario oía, ¡claro que lo oía!, pero los gritos le sonaban a historias más que conocidas; por lo que nadie se inmutaba viendo el calvario de aquella pobre mujer. Mientras el muy bestia iba por ahí venteando chuladas de falso valentón. En tanto que a Ana se le iba apagando el escaso sol de su vida, con noches sin pegar ojo. Ojos tristes, cercados de negrura, que, sin embargo, eran todavía capaces de esbozar sonrisas, algo que hacía cuando su hija le cantaba cancioncilla, bordada con lágrimas de dolor.
-Deja que te diga, hija. Una de estas tardes, vamos tú y yo a plantar en el circo. ¡Sí, sí, sí…! ¡Atiende! Quiero que todos conozcan lo requetebién que cantas.- A lo que Luisita respondía de la mejor manera que sabía: con un rictus de luz en los labios y bajando la cabeza.
-Será el próximo domingo. Que lo sepas. ¿Pero qué haces? ¡Ah, ríes! Pues sí, hija; tú ríe, ríe hasta cansarte de reír. Total, ¿quién sino tú lo haría mejor?
Luisita tardó en responder, pero al final lo hizo:
-Me da un poco de vergüenza, madre.
Mientras Ana y Luisita se contaban sus cosas, el padre, furioso, ya aguardaba a la puerta de su casa, mirando con aquellos ojos de zorro, y un escaso pelo de hiena vieja. En fin, un mal animal al que nadie envidiaría.
Cuando se hubo marchado, Luisita arrancaba a correr, para cantarle aquellas a su madre aquellas nanas suyas tan bonitas. Eficaz medicina que tanto la aliviaban, y que frunciendo los labios -que querían ser una sonrisa-, huidas ya las lágrimas de sus ojos, y sonriendo, como si nada hubiese pasado.
Corría el tiempo, y El Cagueta seguía maltratando a su mujer, para largarse luego con el poco dinero que le daban por fregar suelos. “En una de éstas, me quedo en el sitio”, sentenció.
Pero para que no se cumpliera esa premonición tendría que suceder algo extraordinario.
Eran las siete de la mañana de un sábado del mes de noviembre de 1970. La noche había sido muy lluviosa, pero entonces ya despuntaba el sol. Llaman a la puerta, sobre la que se dibuja la turbia silueta de una pareja de la Guardia Civil. Puerta que se fue abriendo, a la vez que El Cagueta iba asomando la cabeza de pajarito, cuyos ojos, hinchados de ira miraban de sesgo a los recién llagados. Armándose de fuerza hasta donde pudo, con desenvoltura y hasta con cierta osadía, dijo con sorna:
-Buenos días. ¿Se puede saber a qué se debe una visita tan tempranera?
-¿Salvador Ruiz González? -preguntó el guardias, con voz de pocos amigos.
-Vamos.¡Ja,ja,ja! Lo saben tan bien como yo.
-¡Basta! -gritó el guardia, enojado, tuteando ya Salvador-: Traemos una orden para detenerte.
-¿Detenerme a mí? ¿Y por qué vienen a mí? Pero ¿qué he hecho yo?
-Tú lo has hecho siempre todo mal, Salvador. ¡Pero hoy te detendremos por… comunista! ¿Acaso has olvidado que en pleno centro del pueblo, puño en alto, tuviste la osadía de insultar a la estatua ecuestre, perteneciente nada menos que a la excelsa figura de su excelencia el Generalísimo Franco. ¿Cómo pudiste hacer eso? ¡A la cárcel!
-¿Y a santo de qué voy yo a la cárcel? Total, ¿por decir cuatro palabras a un montón de chatarra?
-¡Andando!
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