No siempre. Solo a veces. Por ejemplo, en casa no suele sucederme; aunque confieso que procuro no mirar los espejos cuando paso frente a ellos, por evitar disgustos.
Pero me ocurrió hace escasos días, en uno de esos centros comerciales a los que, por mor de las circunstancias, a veces uno debe acudir. Accedo al recinto, incauto, sin recordar lo que me pasa casi siempre: que entro, y luego no sé salir. Pero no tanto por desconocer el lugar de escapatoria (bien visibles están por doquier los carteles de EXIT), sino porque al poco de permanecer en su interior, me coge de punta a punta como una especie de percepción irreal, casi diríamos onírica, donde cientos de personas añosas van y vienen por los pasillos sin rumbo fijo, me parecen los mismos al rato, ya en sentido contrario. Se me hace que están ahí por echar la tarde, pues su número es directamente proporcional a la temperatura externa: mucho frío, mucha gente; mucho calor, mucha gente. Otras toquitean desaforadas las prendas textiles de las tiendas. Piensa uno entonces que si cobraran a euro por toquiteo, la empresa no necesitaría vender una sola unidad para mantener su cuota de mercado en posiciones de pole. Y, hablando de unidades, veo algunas en las que yo no me enfundaría ni en pleno carnaval. Pero «eso» por fuerza ha de tener compradores, pues de lo contrario no estaría ahí, esperando al definitivo dueño. ¡Como si las multinacionales no supieran que «eso» será el envoltorio de un cuerpo humano más pronto que tarde! Me viene a la cabeza el viejo aforismo de los gustos y los colores. Sabio es el refranero popular.
Y al menos percibo en estas miniciudades otro conjunto de seres, estos desparramados, por lo general alrededor de los bancos de madera ―o ni eso, pues se montan un pequeño campamento en lo que les cuesta dejarse caer allí en peso muerto donde su particular sentido les dicte―, medio apoyados los unos contra las otras, con caras inexpresivas o sonrientes, acorde a lo que les lance la pantalla del smartphone, y no tanto la ocurrencia o discurso del amigo, pues mucho me temo que el intercambio de mensajes verbales apenas queda en el hola, el adiós, y como mucho un ya te digo, a modo de práctico comodín… Pero me cuentan que en realidad están comunicándose a través del aparatito, que se mandan mensajes, vídeos propios y ajenos, todo aderezado de una especie de muñequitos de colores (yo los llamo «gominolas», pero seguro que tienen un nombre en inglés castizo). Hasta vi grabaciones en directo de bailes acompasados de grupitos de adolescentes, coreografías amateur en las que se turna el cámara, para que nadie quede fuera de tan excitante experiencia, supongo. Tengo entendido que publican luego el espectáculo en las redes, y así puede verlo no ya toda la familia ―que también―, sino el planeta entero. Y pienso entonces que en cada instante deben de estar publicándose un montón de shows improvisados del mismo jaez, y que por pura lógica deben de tener sus consumidores, si no de qué: un adolescente de Kyoto se entusiasma (o se deprime) con la actuación de unas muchachitas de Talavera de la Reina en pijama corto, para que se vea bien el bajo ombligo y la alta pelvis. Porque esta es otra. ¿No cogen las chiquillas gripazos de aúpa cada dos por tres, yendo como van a medio vestir en pleno invierno? Será la edad, que lo aguanta todo. Y puestos a hacer de críticos por cuanto al estilismo patrio, diré que me descoloca que una misma persona muestre entusiasta su ropa interior por dejar caer los pantalones hasta la entrepierna, siendo así que los bajos recogen toda la cochambre del suelo (se ahorran una pasta en máquinas enceradoras las grandes superficies). Porque al menos convendremos en que la Ley de la Gravedad les afecta a ellos igual que al resto de mortales. ¿No?
Entre unas «tribus» y otras, reconozco que, salvando el dolor de cabeza y la sensación de mareo que me provocan tales escenarios (entiendo que algo tendrán que ver el calor sofocante y el torturador aparataje lumínico), me resultan en cierta forma atractivos, aunque nada más sea que por renovar cada cierto tiempo mi conocimiento de la realidad. Porque entiendo que es más esa la realidad que no el sosiego de mi casa.
Pues sí, a veces veo zombis, en tales sitios y en general en todo lugar público. La edad no perdona, y quiero pensar que nuestros abuelos pasaron por similares experiencias cuando tocó. Aunque también es cierto que mucho más llevadero tuvo que resultar ver la irrupción de los pantalones de campana y las melenas masculinas al viento que aprenderse las docenas de identidades (autopercepciones) que inundan hoy la sociedad. A pesar de que en la práctica uno percibe lo de siempre: hombres y mujeres, mujeres y hombres, que harán bajo las sábanas lo que les venga en gana, en pareja o en cuadrilla, según cuadre y apetezca. Como ha sido siempre, vaya.
Tampoco es algo que me quite el sueño, pero confieso que no me disgustaría que alguien de «género líquido» me explicase cómo se siente. Hombre, ya me imagino que, como mínimo, «húmedo» (valga la gracieta fácil). Pero que ahonde un poco en su autopercepción, por que un servidor aprenda que el mundo ya no es lo que era, que nos lo han cambiado.
Agobiado por tanta percepción desconcertante, irritados los ojos y amenazando la jaqueca, salgo del centro comercial encantado de mi compra: unos pantalones vaqueros y una camisa negra. Hasta el próximo año, si Dios quiere.
A veces veo zombis. Los veo en la pantalla del televisor. Adornan los telediarios sus noticias con imágenes de gente haciendo fila. Se acompañan algunos del perrillo, aprovechando así el paseo del mediodía, caballeros con la barra de pan envuelta en el periódico, que no habla de otra cosa en su portada; de señoras con sus mejores galas, o directamente en bañador, pamela de paja y hamaca playera, según época del año, pues esto de la «fiesta de la democracia» toca cuando deciden que toque.
Los veo con ojos vidriosos, mirando de reojo a la cámara que busca carnada, pensando en qué manifestar, erguido como un junco si, el periodista los elige a ellos para la declaración pomposa. Porque estas cosas hay que prepararlas con el sosiego que merecen, la situación no es baladí: “Ya que cuando Franco no nos dejaban votar, ahora me parece una irresponsabilidad no hacerlo. Además, si no votas, luego no te puedes quejar”.
Ya…
Los veo con el sobrecito bien amarrado, no vaya a ser que el mago de turno le haga un abracadabra y cambie su contenido. Se exhiben algunos ante la concurrencia, por que los vecinos maledicentes no critiquen luego la terrible irresponsabilidad de quedarse en casa, y de paso alaben como se merece su compromiso cívico, ético, democrático, ciudadano y cuantos halagos quieran añadirle, y que siempre serán pocos según su propio criterio, encantado el mundo de tenerle como inquilino, aunque sea transitorio.
Es el votante asiduo un ser perfecto, o casi, que cumple sin rechistar con el protocolo de la fiesta, que alimenta ufano con unos gramos de celulosa la caja de metacrilato, por cuanto aun siendo esta objeto, y por tal inanimado, diríase que llena su panza a lo largo de sus trece horas de alimentación forzada a través de esa ranura, sin vuelta atrás, como la pasta dentífrica, que más que ranura parece por momentos una boca reseca en desconcertante rictus cadavérico.
Pues sí, a veces veo zombis…
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