Cuando dejar de existir está a la vuelta de la esquina, uno, dos, tres o cuatro años (cruzo los dedos con el pulgar y el índice), brotan pensamientos y reflexiones que en tiempos de mocedades uno no se paraba a darles solución.
De siempre, o sea, desde que conozco a determinados parroquianos con los que a acudo a la melodía insuperable de saborear un güisqui o un gin-tonic, y sucumbo ante él, me pregunto qué me hubiese gustado ser de volver a nacer de nuevo. Las alternativas son variadas y numerosas, pero a todas gana mi deseo de haber sido Presidente de una buena o mala Cámara de Comercio.
No veo que esta profesión o cargo tenga muchos enemigos, a lo más los propios que deseen ocupar ese sillón, pero realmente es esta una función que pasa desapercibida ante la canallesca crítica, goza de los privilegios de estar aquí, allí y en todas partes, y siempre almorzando bien, de gañote y con un buen caldo que riegue el duodeno de forma apacible, no hay sobresaltos y al pueblo le importa un bledo lo que haga o deje de hacer el “presi” en cuestión.
Y además, cuando alguien no paga el recibito correspondiente por cerrar y abrir el pequeño comercio, últimamente se cierra más que se abre, no se envía al cobrador del frac, sino a la Agencia de Tributos por lo que el abono de la deuda es casi inmediato.
Siempre se ha dicho que el trípode a cualquier solución es dar respuesta al qué, para qué y cómo, siendo la última pata, el cómo, la más importante del trípode.
Si ello es así, habrá que estrujarse la mollera para saber cómo salir de la ruina de este barrizal y quién es el guapo, o guapa, que le pone los cascabeles al gato. Desde luego que no los pensionistas y parados, las viudas y mileuristas, los hipotecados y currantes o los pequeños comercios y raquíticos ayuntamientos, la solución, si es que la hay, barrunto que debe estar en bancos, empresarios, sindicatos, política de Estado y drástico recorte del gasto público.
En ese recorte, podríamos introducir la campaña de las Cámaras de Comercio y si me apuran mucho, hasta la eliminación de las mismísimas Cámaras. Ah, y las Diputaciones. Y otro ah, uf, los diecisiete parlamentos autonómicos y lo que ello conlleva.
Aguanto los insultos con la misma estoicidad que he soportado hoy al dentista hurgar en mi boca, así que no se acomplejen.
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