No marcha bien eso de la igualdad legal, al menos en la práctica, porque se observa el auge de grupos legalmente favorecidos, por la norma de carácter especial, que han pasado a ser intocables, mientras que al ciudadano común, bajo el paraguas de la normativa general, se le tiene, de hecho, desamparado. Tenemos demasiados ejemplos de esta situación, pero hay uno al que, en general, se procura hacer oídos sordos y se concede escasa publicidad.
Por estas tierras, sin perjuicio de otras ocurrencias ocasionales de indudable trascendencia comercial, el modelo progresista en vigor, que realmente apadrina el capitalismo para mayor negocio del mercado, en el tema de la vivienda ha desbordado todas las previsiones. Tal y como está la situación, el que no dispone de una vivienda gratuita es sencillamente porque tiene cierto sentido de la responsabilidad, ya que cualquier otro, bien por la vía del simple okupa o inquilino-okupa tiene legalmente resuelto el problema, con la bendición legal de los llamados poderes públicos. Asimismo, está bien visto por los distintos medios económicos, porque la okupación crea riqueza para las empresas dedicadas a este ramo de actividad y, fundamentalmente, porque lo que debería destinarse a cumplir con las obligaciones de los que se aprovechan de la situación, se dedica alegremente al mercado.
La picaresca de la okupación consiste en disfrutar gratuitamente, unos, de lo que no les pertenece y todos los derivados de la situación de hecho, mientras que, otros, desposeídos de la propiedad, corren con los gastos habitacionales derivados, sin estar obligados a ello. Tal práctica, a la que se ampara legalmente, en ciertos casos, utilizando términos como justicia social, no solo se ha generalizado, sino que empieza a cobrar arraigo y está a un paso de convertir semejante tipo de pufo en lo que algunos llaman una nueva forma de cultura. Acaso, por eso cuenta con pleno apoyo de los poderes progresistas, amparados en el que hasta ahora se venía llamando Estado de Derecho, que ya no parece estar sujeto a la racionalidad de la ley, sino al interés grupal, políticamente legalizado, con fines electoralistas. Basado este proceder en la confianza de que quienes viven a cuenta de lo ajeno correspondan con el debido agradecimiento a sus patrocinadores —lo que no es mas que una hipótesis, puesto que de desagradecidos, se dice, está el mundo lleno—. En todo caso, el daño ya está hecho, aunque se trate de justificar invocando irrealidades al uso, que tratan de venderse como progreso, y no son más que negocio mercantil.
Visto desde el lado contrario, es decir, de los que deben correr con la factura de garantizar el derecho a una vivienda digna, el derecho a la propiedad es, en este punto, casi una leyenda, porque resulta atacado, y se pretende estarlo más desde todos los frentes, dada su condición de fuente de ingresos inagotables para burocracias y empresas, que lo dejan en nada. Ya no basta con las cargas impositivas que tienen puesto su punto de mira a nivel local, autonómico y estatal en la vivienda o lo que las altas jerarquías soberanas llaman el futuro plan de eficiencia energética, junto con otros añadidos en pleno funcionamiento, para incrementar los gastos de la propiedad y animar el negocio empresarial, e incluso se la exprime económicamente al máximo usando todo un sistema expropiatorio camuflado, ahora se trata de regalar la propiedad a los okupas. No solo eso, sino que viene siendo obligado correr con los gastos anejos ocasionados por estos nuevos personajes, sus destrozos y exigencias, haciéndolo sin rechistar, ya que lo que no es delito para unos, pasaría a serlo para los otros. Acaso porque este es el modelo de justicia social que se ha importado, invocando el progreso-moda, sobre el que se debe aclarar que se trata de un progreso de pacotilla.
Que la política utilice el derecho a la vivienda como instrumento electoral, está dentro de lo previsible en un sistema partitocrático, por aquello de la conquista del voto, pero que se arrase con el derecho a la propiedad a base de leyes de circunstancias, no parece lo adecuado, allí donde se presume de Estado de Derecho. Hay un problema, y es que lo que parece conveniente para la política, la recaudación, el embrollo legislativo, para con ello ampliar la burocracia y dejar en poca cosa el derecho a la propiedad individual, tiene un alcance todavía mayor, porque en este punto la justicia chirría.
Esa justicia, que un día pasó a definirse como garantía del hoy decaído Estado de Derecho, se ve afectada de pasividad en este asunto —y en muchos más—, hasta el extremo de que la actual situación ha pasado a ser de carácter antológico. En cuanto a los expertos juristas, sobre el particular, no dicen ni pío. El problema es que, si se trata de pedir justicia, los asuntos no solo van muy lentos, como es habitual, sino que no se mueven. De tal manera que si los tribunales no cumplen con su papel, todo irá a peor en el Estado de Derecho de este país integrado en la cola de la vieja Europa. No basta con que se saquen titulares, que aparecen en los medios, sobre progreso, derechos, libertades, en línea con los intereses político-económicos, si resulta que muchos afectados por esta picaresca okupacional se ven desamparados. Si, como se dice, la justicia es igual para todos —lo que está por ver—, resulta que en asuntos, como este de la vivienda, que afecta, no a los grandes fondos, sino fundamentalmente al ciudadano común —que ha caído en la trampa de ser propietario de un inmueble y arrendarlo o simplemente ser privado ilícitamente de su uso y disfrute—, la afirmación ya no está tan clara, porque sus demandas suelen reposar en una suerte de limbo procedimental —cuando no directamente en la papelera—, a la espera de que, tras marear la perdiz, acabe tomando el mismo destino final.
En el tema de la vivienda expropiada de hecho por esa variedad de tenedores de última generación, aunque sin darle demasiada cuerda en los medios de difusión, se puede apreciar un ejemplo más de lo que, por una cara, se vende políticamente como derechos publicitarios, progreso de titulares y justicia social; mientras, por la otra, resulta ser un abuso para quien ha sido desposeído de su propiedad por el okupa de turno. Más allá de este detalle, lo trascendente es la senda tomada por el Estado de Derecho de este país, sujeto a la dependencia política foránea —porque los que realmente mandan son los de más allá de las fronteras físicas estatales— , a las ocurrencias políticas de moda y víctima de la sociedad de mercado, donde solo priman los intereses comerciales y todo lo demás resulta ser indiferente en la práctica para el que manda, incluida esta clase de propiedad del ciudadano de a pie, que parece haber tomado el camino de la desaparición, forzada por las circunstancias.
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