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La casa de los gatos

Manuel Senra
viernes, 20 de mayo de 2016, 09:58 h (CET)
A Manuel le debía el tendero, por el capazo de 5 kg de alcaparras, una cantidad a la que le debía restar el valor de la cena para dos personas. Saldada la diferencia, Manuel y salió de la tienda en dirección a casa de Ana, cuando en la calle caía pequeñas gotas de lluvia.

Al entrar, con la puerta encajada, Manuel se llevó el primer susto. Seis de los ocho gatos que habitaban la casa maullaban desaforadamente. En tanto él, rígido como un palo, desvió la mirada hacia la habitación de Ana, que mantuvo allí posada unos instantes. El tiempo de ver las terribles imágenes que pasaban por su mente; fue un susto que absorbió los dulces recuerdos del camino, mientras los gatos no dejaban de correr y saltar. Prietas las mandíbulas, Manuel respiraba con dificultad un aire de angustia. Roto el éxtasis en que se hallaba, dijo el nombre de “Ana”.

Al principio, no sabía adónde ir ni qué hacer; por fin, al entender que todas las premisas le llevaban a idéntica conclusión, echó a correr (siempre escoltado por los gatos), hasta hallarse en la habitación de su amiga, lleno de asombro. “Ana, Ana, Ana”, decía. Y de repente cayó de rodillas, con los cados contra el colchón de la cama, mientras con las manos se cubría los ojos -llenos de lágrimas todavía-. Así pasó parte de la noche. Con una dolorosa y larga letanía entre dientes.

Por la ventana de la sala improvisada para el velatorio, asomaba el primer resplandor del día, y podían verse las lágrimas de Manuel garabateando su rostro. Fue cuando le vino a la mente el recuerdo de la última conversación que habían mantenido días antes.

Ya era noche la tarde. Manuel, sin llamar, empuja la puerta. En tanto avanza hacia el patio, pisando un suelo sucio de orines de gato.

- ¿Quién vive?- gritó Manuel en broma.
-¡Ya voy, ya voy! –responde Ana, con la voz un tanto cascada.
-Me da que mi presencia en esta casa alegra bien poco a la dueña.
-¡Qué hombre este! -responde Ana, levantando los brazos-. ¿Pero qué dices? ¡Si sólo vivo pensando siempre en ti. ¡Ay, Señor! Pero acordarme... claro que me acuerdo. Aun siendo como eres, un golfante de mucho cuidado. ¡Ay, Manuel, Manuel!
-Bueno, y ahora cuéntame. Qué hay de esa extraña historia según la cual un grupo de chavales te trae a maltraer.
-Poco importa eso ahora. Tú estás conmigo y eso me vale... Ay, Manuel.
¡Llevo la muerte en la cara! Mira... ¿o acaso no se me nota?
- ¡Hombre! Háblame de los que te quema la sangre!
-Ellos tienen razón -insistió Ana, clavando los ojos en el suelo.
-¡Qué poca vergüenza tienen!
-Dicen que soy una vieja, y es verdad; rondo ya los noventa, Manuel. Y si dicen que estoy loca... no creas que andan muy allá.
Ana hace una corta pausa y prosigue.
-Además, ¿quién, cuando yo me muera, me amortajará? ¿Te lo imaginas, Manuel mío? Piénsatelo y luego me dices qué has sacado en claro de todo esto.
-Vamos... No te pongas estupenda.
-¡Pero es que yo no quiero morirme todavía, leche!

Con estas palabras selló la conversación. Ahora no, pero en mejores tiempos, cuando aún corría sangre caliente por las venas de Ana, los dos se llevaban horas y horas charlando, mientras comían del mismo pan...Antes, todo era más divertido. Solo que aquella visita se produjo justo en la antevíspera del día de Todos los Santos o, lo que es lo mismo, cuarenta y dos horas después de que aquella banda de ladronzuelos sin escrúpulos asaltase su casa por cuarta vez.

Fue una agresión semejante a las ejecutadas en otras ocasiones, solo que ésta acabó con la vida de Ana. Ya su cuerpo no soportó más rosarios de escarnio. Murió de desesperación. De rabia. O acaso de soledad y de dolor. Es igual. Murió, cansada de todo lo sufrido. Harta de vivir aquella doliente existencia suya, tan vacía de vida como colmada de dolor. Y lo más triste: que no quería morirse todavía.

La táctica a emplear por los niñatos ese día, en nada era diferente a la de otras ocasiones. Desde lo alto de la tapia del corral lanzaban bombas en forma de coplas carnavalescas, que acababan explosionando en los oídos de Ana. Mientras los gatos, con semejante jolgorio y los malos vientos de guerra que corrían, saltaban, aullando, de aquí para allá, pasillo adelante y atrás, nerviosos, llenos los ojos de un furor salvaje, como hambrientos animales encerrados. Dando saltos descomunales.

Fuera de sí, Ana arrastraba su cuerpo, como hecho enteramente de plomo, mientras los niños (¿niños aquellos diablos?) se partían el pecho gritando aquello de “¡De hoy no pasa! ¡Te mataremos, vieja gruñona!”. Con el miedo metido en el cuerpo, lo primero que hizo fue atrancar puertas y cerrar ventanas, asegurándose de que, sobre todo, las entradas a la casa se hallaran fuertemente reforzadas. Faena que llevó a cabo entre grititos de indefensión y suspiros de desaliento, en tanto oía el barullo de voces que se producía en el corral, así como las ráfagas de risas que aventaban aquella partida de vándalos. Cansada de ir de aquí para allá, exhausta, ronca, nerviosa, seca la boca y casi asfixiada, acabó refugiándose entre sus gatos.

Nacida la luz, Ana aguarda a alguien que no acaba de llegar. Situación que le helaba el cuerpo y el alma; soportaba el frío de fines de diciembre en tanto miraba a la gente que pasaba a su lado. Solo que empezó a notar un dolor seco en el estómago, que acabó en lágrimas (la tierra se bebe las lágrimas con un placer infinito).

Pasan las horas. Con desmayos de sangre en el horizonte y el color sepia pintado en los ojos de la tarde, por fin asoma por la esquina una siniestra y destartalada furgoneta, cargada de baratijas, que se detiene enfrente mismo de donde estaba Ana.

“... Y dile que es urgente. Que se olvide de momento de las alcaparras y que venga en mi busca. Corre y dísele así”.

El hombre meneó la cabeza y, acelerando el motor, salió carretera arriba, envuelta la tartana en una densa nube de humo y polvo.

Manuel se incorpora. Saca un cigarrillo, que enciende mientras se dirige al corral, donde busca herramientas. Con la rabia reflejada en la cara, nota que continúa lloviznando. Y que tres gatos, sentados en sus propios rabos, siguen -ojos acuosos- los movimiento que Manuel hace cada vez que saca tierra del hoyo (oblongo y de poco más de un metro de profundidad). Con un puñado de flores, que previamente ha cortado de una maceta, hace un bello ramo. Y se vuelve a la habitación de la difunta. Abre el guardarropas y, de entre los pocos vestidos que hay, elige el mejor. Reprimiendo las lágrimas pero sin parar, toma a Ana en sus brazos; cruza el patio adoquinado y la deposita en la tumba recién abierta. Luego la cubre con tierra hasta formar un túmulo y, depositando el ramo de flores, se aparta de allí. Luego, intenta hace arder una cerilla pero, por mor de la humedad, no lo consigue. Entra en la casa y comienza a sacar trastos hasta tener suficiente madera como para hacer una hoguera. Colchones, mesas, ropa, sillas... A lo que prende fuego. Y esta vez sí que lo consigue.

Ya en pleno campo, gira de vez en cuando la cabeza y observa cómo las llamas van acabando con la casucha. Visto lo cual, reanuda su marcha, aunque seguía girando la cabeza. Aunque esta vez, en nada le parecía fuego, y sí la imagen de Ana, silueteada de humo, que acabó perdiendo en el blancor del firmamento. Fue cuando Manuel dijo estas escuetas palabras-: “Adiós, madre. Adiós”.

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