Con el auge del mercado, la panorámica general ha experimentado un sensible cambio a nivel empresarial y político. En el caso del empresariado, la oferta queda condicionada, pese a los instrumentos de manipulación comercial, por la demanda de los consumidores. Trasladado al plano ideológico del capitalismo, respondiendo al principio de acumulación ilimitada de capital en un circuito por él controlado, para extraer beneficios y reinvertirlos nuevamente en una dinámica imparable, resulta que debe asumir el papel creciente de las masas en el sistema.
Ya en el terreno de la materialidad, las empresas necesitan mantener cierto nivel de entendimiento con los consumidores, porque de ellos depende su viabilidad económica. Aunque se creen necesidades artificiales, para atraer y vincular todavía más al consumidor, se impongan modas y se diseñen variadas estrategias de marketing, resulta que el negocio lo mueve el consumidor. Cuando la publicidad se diluye queda lo real, que debe coincidir con ese bienestar que ha pasado a ser la meta del consumo. No hay que olvidar que el consumidor no se alimenta de promesas y acaba exigiendo realidades.
Establecido el bienestar como una forma de culto moderno, para responder con eficacia a los intereses de mercado, los oficiantes tienen que diseñar estrategias permanentes para que no decaiga, y ahí está la clave para determinar la dependencia de las masas, que a nivel individual consiste en entender el bienestar como la realidad del bien-vivir. Esto ha llevado a un juego de poderes reales; de una parte, el de las gentes y, de otra, el de las empresas. Las primeras, consumiendo sin freno, si los productos consumidos se asocian al bien-vivir; las otras, produciendo para rendir culto al capital. De esta relación resulta que la economía está sujeta a procurar el bienestar de las gentes y, pese al dominio ejercido por ella, ha pasado a ser rehén de los consumidores, en base al argumento de que si no se vende bien-vivir, se acabó el negocio de las empresas capitalistas, tenido que son su soporte.
Al poder político le queda la función de conservar con su autoridad el orden del sistema, y desde esta referencia, el bienestar que exige la sociedad y ampara el capitalismo ha de pasar por las fórmulas de la burocracia, como deriva de la política. Para mejorar su estatus de poder, la minoría dirigente se ha visto implicada en la tarea del bienestar de las masas, oficializando así la función del mercado capitalista. Se trata de un paso más en la política, asumiendo nuevas funciones, más allá del papel de guardián del orden, entregándose al compromiso capitalista.
En este panorama, en el que domina la apariencia, para dejar a salvo la actividad política tradicional, resulta significativo lo del llamado Estado del bienestar, producto de los avances de la sociedad capitalista y reflejo de la nueva exigencia social, que viene a recoger la idea de una política en conexión con la realidad económica de la comunidad en interés de la ciudadanía, sin olvidar los intereses del propio capitalismo. Pese a ser una exigencia impuesta por las masas consumistas y el mercado capitalista, el Estado del bienestar lleva el marchamo de la burocracia en el poder, todo un lastre. Además, la política ha tenido que ir más allá y se ha mantenido despierta en este punto tratando de controlar el bienestar en el mercado, tanto para no ser arrollada por las masas como para mostrar su valía a un empresariado que, aprovechando el bienestar oficializado, le permite también obtener mayores beneficios económicos. Llevar el sello de la burocracia quiere decir que fundamentalmente todo aparece dirigido en términos de papeleo, se le entrega a la rutina y se le resta eficacia, en definitiva, acusa los momentos propios del poder natural de la burocracia. Esto supone asignar nuevas funciones al aparato estatal, lo que implica mayores atribuciones para quien se ocupa de su funcionamiento y consiguientemente poder añadido. Asimismo, aunque con este modelo estatal se hable de bienestar como tarea pública, los términos se reservan a la apreciación de los dirigentes, no los fija la ciudadanía, y hay que tener en cuenta que en la acción política pesan los fines electoralistas. De manera que es ilusorio entender que el bienestar de los ciudadanos pueda interesar al poder, salvo por motivos puramente políticos, pero hay que guardar las apariencias.
El proyecto de bienestar general, en cuanto encomendado al Estado, se encuentra afectado por el principio de autoridad, para mantener distancias asépticas frente a los beneficiados, lo que implica que en primer lugar se sitúa quien ejerce el poder y al fondo la ciudadanía. En todo caso, pese al poder de dirección de las masas, el hecho es que, al igual que sucede con la economía capitalista, la política del mismo signo, pese a disponer del poder, ha caído en la trampa del bienestar, con lo que ha pasado a ser rehén del bien-vivir de las gentes, por algo fundamental, si no hay bien-vivir, no hay votos.
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