Es evidente que nos encontramos en días de desconcierto, en momentos de incertidumbre en lo que se podría entender como un verdadero ataque a la institución democrática, por parte de determinadas formaciones políticas, separatistas, anarquistas y filocomunistas, interesadas en aprovechar esta situación preelectoral, esta abulia de los ciudadanos desengañados de sus gobernantes y el descontento general de los españoles, conscientes de que, hagan lo que hagan, no van a conseguir que la sensatez, el sentido común y la honradez vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde en el cerebro de nuestros políticos; empecinados en arrimar el ascua a su sardina, sacar provecho partidista y darle un vuelco a esta España que, nunca como ahora, parece haber pasado, al menos desde la Guerra Civil, un momento de mayor inseguridad, desorientación política y desencanto, respecto a su futuro y a la capacidad los dirigentes a los que confiarles su gestión.
Cuando uno, en una tertulia radiofónica como la que tiene lugar en las mañanas de la COPE, en el programa de Carlos Herrera ( una de las pocas que se pueden escuchar sin que a uno le entre la vomitona) ; donde se supone que acuden personas con sentido común, que contemplan la realidad con una cierta objetividad y en las que se suelen mantener, por sus participantes, los principios que han estado vigentes durante tantos años en una España tradicional, democrática, con separación de poderes y constitucionalista; se sorprende cuan uno de los miembros, un periodista con muchos años de profesión, se empieza a referir a las banderas como simples “trapos” o pone en duda la misma obligación del cumplimiento de las leyes calificando de “acudir a artificios legales” a quienes así lo pretenden. Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, desde que se celebraron las elecciones del 20D del 2015, hemos advertido un cambio de actitud en personas a las que veníamos considerando sensatas, conservadoras, nada dadas a concesiones éticas, morales o de índole jurídica y, aún menos, de mantener posturas de índole contemporizadora con aquellos que, como ocurre con los separatistas catalanes, en alguna manera se pudieran interpretar como un apoyo a sus propuestas secesionistas.
Si empezamos por abdicar de nuestros sentimientos patrióticos, de nuestro respeto y defensa de los símbolos nacionales, no por lo que constituye la materialidad física de lo que están fabricados , sino por el simbolismo que cada uno de ellos entraña, por su representatividad de lo que es la nación española y por su significado histórico; entonces va a ser muy difícil que, como sucede en el resto de países democráticos, seamos capaces de entender que formamos una sola nación, que pertenecemos a una misma comunidad y que, lo que les sucede a nuestros hermanos de otra autonomía tiene que afectarnos con la misma intensidad con la que nos afectaría si le sucediese a nuestro vecino de escalera. Si pensamos que, el Estado de Derecho y los preceptos constitucionales, pueden ser puestos en cuestión por cualquier minoría, por numerosa que sea, prescindiendo de la opinión del resto de españoles o si dejamos que cualquiera decida por el resto de españoles sobre qué parte de la nación sigue siendo España y qué otra va a dejar de serlo, simplemente, porque lo decidan unos pocos alborotadores o desleales a la nación; entonces, señores, habremos entrado en el proceso de desintegración del país, sean cuales fueran las razones alegadas o fueren cuales fueren las consecuencias de oponernos a semejantes traiciones.
Estos días se ha abierto una discusión bizantina sobre la conveniencia o no de permitir que los hinchas catalanes introduzcan banderas esteladas en el estadio Vicente Calderón de Madrid. Bastaría ( y el juez que lo ha permitido debiera de habérselo planteado antes de desautorizar a la delegada del gobierno en Madrid) observar el interés, rayano en la obsesión, demostrado por las autoridades catalanas, los mismo directivos del C.F. Barcelona y la prensa catalana que, con rara unanimidad han insistido en que se permita su introducción en el estadio; para que se constatara que no se trata de exhibir una enseña del club o la propia enseña catalana; no, no señores, aquí, como ha sucedido en anteriores ocasiones, lo que se busca es insistir, una vez más, en presencia del Rey, el Jefe de Estado español, en reivindicar con la exhibición masiva de la enseña independentista ( sea o no ilegal) en reclamación de la independencia catalana. Un objetivo que, para este grupo de exaltados, está por encima del resultado del partido, de la misma copa del Rey, una institución a la que detestan o de salirse con la suya desobedeciendo a las autoridades; aquí señores, una vez más se va a permitir, con el apoyo de un juez, que habría que ver los motivos que alega para permitirlo, que los que blandeen la estelada, se burlen de nuestra Constitución cantándole el “trágala” al Estado español.
La banda de apocados, vendidos, descastados, conspiradores y confabulados que los últimos gobiernos de España han permitido que fueran creciendo, sin hacer nada para evitarlo, lo mismo que la forma ignominiosa con la que han dejado a los separatistas catalanes que fueran avanzando en sus propósitos, permitiéndoles incumplir la Constitución, acabar con el castellano ( se sanciona si se rotula en dicho idioma), incumpliendo, sistemáticamente, con la obligación de enseñar e impartir la enseñanza en dicha lengua; da la medida de la estulticia de aquellos que tenían la obligación de impedir, con las armas constitucionales, que este cáncer secesionista avanzara. No se ha hecho, ni los partidos actualmente en liza electoral dan la más mínima señal de tener intención de parar esta deriva hacia el caos nacional. Ni el PP, siempre dispuesto a pararles los pies a los separatistas, parece que ahora, ante este nuevo desafío de la estelada, tenga la más mínima intención de actuar para impedir tamaña ofensa.
Llega un momento, señores, en que no es suficiente acudir a los tribunales ( y más cuando las garantías de que se imparta justicia son cada vez más remotas) y es preciso asumir que deben sujetarse los machos, acudir a los preceptos constitucionales y olvidarse de las intrigas y martingalas de una oposición –claramente entregada al partidismo egoísta, sin que le importe un bledo, con tal de conseguir el poder, qué clase de país va a caer en sus manos –, tomando el rábano por las hojas, aunque ello suponga enfrentarse a las reacciones de un populacho enardecido, envalentonado y convencido de que, España, no tiene los medios precisos para detenerlos, como ya ocurrió en las anteriores ocasiones en las que, Maciá y Companys, intentaron el mismo juego, con sendos fracasos, cuando el gobierno de Madrid les enseñó a los revolucionarios la espada de la Justicia y los barrotes de la cárcel.
Es evidente que, ante una situación tan grave como la que se va a dar en el Vicente Calderón el día del partido; frente a la evidencia de que los 20.000 catalanes que se van a desplazar a Madrid, no tienen otro propósito que el de hacer una demostración, ante el Rey, de sus propósitos independentistas, las autoridades de la capital se vean enfrentadas a dos posibles escenarios, ambos de gran gravedad: a) una exhibición masiva de esteladas acompañadas de un infernal ruido de pitos (como en anteriores ocasiones), con la posibilidad de que ello de lugar a enfrentamientos entre los asistentes o con las fuerzas del orden y posibilidad de que se produzcan bajas, o b) que las autoridades competentes ( que es lo que, a mi criterio se debiera hacer) ante la posibilidad de que el partido acabe con alborotos y enfrentamientos, en el estadio o en las calles de alrededor del estadio, decida que para evitar desórdenes públicos se suspenda el partido y se ordene celebrarlo en otra fecha a puerta cerrada.
O así es como, señores, desde el punto de vista de un ciudadano de a pie, tenemos la sensación de que nadie, en este cuitado país, está dispuesto a dar la cara, a tomar decisiones poco populares y a restablecer el orden; algo que a muchos españoles nos parece que, si no se aplica con rapidez y sin más contemplaciones es muy posible que los hechos se precipiten y nos encontremos, sin quererlo, en una situación en la que el único recurso sea acudir a lo dispuesto en el Art. 8º de la Carta Magna. Tanto unos como otros se lo habrán ganado a pulso si esto fuere preciso.
|