Junts necesita atraer los focos. Es la segunda fuerza en el Parlament y mejoró ligeramente resultados en las elecciones del pasado mes de mayo, pero prácticamente no toca poder en Catalunya. Entre las veinte poblaciones con mayor número de habitantes, sólo tiene una alcaldía, la de Sant Cugat, que es el doceavo municipio catalán. Su influencia en las diputaciones es testimonial (solo participa en el gobierno de la de Girona) y el acuerdo del PSC con ERC y los Comuns en la Generalitat le impide jugar una función relevante en el terreno que le resulta más importante. La única institución en la que realmente puede ejercer un papel decisivo es en el Congreso, donde sus siete diputados son imprescindibles para Pedro Sánchez.
Y en Madrid es donde Junts se ha propuesto, por una parte, poner un alto precio a sus votos y, por la otra, exhibir la teatralidad y la gesticulación extrema que le distingue como fuerza más cercana a la radicalidad que a la moderación. En Junts nadie se mueve sin permiso de Carles Puigdemont. No todos creen en él, ni mucho menos, pero su activo electoral y el papel simbólico que juega en el independentismo más aventurado impiden que surjan voces que cuestionen en público sus estrategias y decisiones. Las hay, y no son pocas, pero todas son en privado y bajo la máxima discreción. En pocos partidos existe una doble moral tan acentuada en las diferencias de plano entre el discurso público y el privado.
Como era de prever, Puigdemont ha tensado la cuerda. Si ha sorprendido a alguien es que no conoce al expresident ni ha analizado con precisión la línea de Junts desde su fundación, en 2017, tras la falsa declaración de independencia y la intervención del 155. Todas las decisiones trascendentales de Junts en estos años –con el timbre de Waterloo– han estado marcadas por una línea común: extremismoy gesticulación, a pesar de la incomodidad de algunos de sus cuadros, que optarían por rebajar pretensiones y reducir la sobreactuación.
Junts no es la continuación de CiU y, ni mucho menos, juega el papel vertebrador y de rótula que caracterizó a Jordi Pujol como un líder transversal, que superaba con amplitud el ámbito electoral propio. La formación de Carles Puigdemont convive con el difícil papel de ser una fuerza de gobierno centrada y efectiva en ayuntamientos pequeños y medianos, pero que adopta un posicionamiento extremo en la política catalana y, en su extensión, la española.
Junts no pretende ser una fuerza catalanista que ocupe un espacio central en la sociedad catalana, sino la referencia indiscutible del independentismo. Es decir, no aspira a ser una formación transversal y pragmática que conecte con el sentir mayoritario de la pluralidad de los catalanes, sino, como mucho, con la mitad de ellos (y ahora, ya no tantos). Dicho de otra manera, Junts no es CiU, sino que se parece más a la ERC de veinte años atrás que, a pesar de ser partido de gobierno, actuaba como fuerza de oposición.
Toda la gesticulación de Junts –como la protagonizada esta semana tanto por Carles Puigdemont como por Míriam Nogueras– tiene un objetivo claro y prioritario: posicionarse como líderes del independentismo y como partido que mejor defiende los intereses de los catalanes, sea en Barcelona o en Madrid. En consecuencia, cualquier movimiento busca desprestigiar a Esquerra Republicana, a la que acusa de debilidad en la negociación con el PSOE y también con el PSC. No hay ninguna operación de gran calado que realice Junts que no actúe bajo este paradigma. De hecho, uno de los deseos menos escondidos entre sus dirigentes es que el acuerdo de mejora de la financiación pactado por Esquerra para la investidura de Salvador Illa acabe en nada.
El protagonismo de sus siete decisivos diputados en Madrid es un arma que Junts continuará explotando al máximo. Tensará la cuerda sin romperla… a pesar que al final se acabe rompiendo. Puigdemont no dará sus votos a Feijóo porque sabe perfectamente que ello tendría unas consecuencias electorales dramáticas y llevaría al traste toda su estrategia de estos años. En cambio, sí que está dispuesto a generar crisis que sitúen la política española en el límite, hasta el punto de provocar una parálisis que solo los más ilusos es pueden creer que beneficiaría al independentismo en la escena internacional. Eso sí, este cuadro sería un excelente trofeo para su parroquia más acelerada, y más ante la pérdida que ha empezado a sufrir por su flanco derecho con la aparición de Aliança Catalana. Pero continuar en esta línea lo aleja del papel de moderación y el pragmatismo que ha pretendido exhibir recientemente con algunos sectores económicos y al que aspiran los que solo hablan en voz baja en el partido.
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