El rechazo a la tecnología y sus secuelas parece estar inscrito en alguna porción de nuestro ADN. No nos gustan los cambios y tendemos a pensarlos, muchas veces, como cosas del diablo, entendido este en sentido amplio. Como ejemplo de ello, en la Inglaterra de fines del siglo XVIII y principios del XIX se desarrolló el movimiento “ludita”, citado en cualquier manual historiográfico.
Fue el ludismo inicial reacción contra el uso de máquinas en esa Inglaterra de la primera revolución industrial; lo encabezaron artesanos contrarios a la mecanización, a la que entendían como destructora de empleo, además de considerar que deterioraba las condiciones laborales. No está claro el origen del término, aunque se suele citar el nombre de Ned Ludd, un joven trabajador, tal vez uno de los primeros en protagonizar una acción dirigida a la destrucción de máquinas. Pero eso es lo de menos.
Existe asimismo el “neoludismo”, con distintas manifestaciones en nuestro tiempo, algunas violentas y otras pacíficas, pero que han ido confluyendo en la idea del “crecimiento cero”, muy cercano a las nociones contenidas en “los límites del crecimiento” propuestos por el Club de Roma allá por la década de los setenta del siglo XX. El caso es que el “neoludismo” se ha ido fundiendo con el ecologismo extremo y el anticapitalismo hasta formar parte de una tendencia genérica de rechazo hacia lo tecnológico, que irá a más, sin duda, en el actual contexto de IA y robotización, al margen de que las huidas hacia atrás nunca hayan servido de nada para mitigar las secuelas negativas de los avances técnicos. Pero dará lo mismo.
En medio de esta reflexión, me topo con el asunto de las pantallas en la educación, muy presente en los medios durante los últimos días. Me pregunto, a la vista de lo publicado, si atesoran las pantallas algún mal contagioso que se transmite con solo acercarse a ellas. Resulta llamativo que, transcurridas tres décadas marcadas por el deterioro educativo, aunque anunciado, eso sí, como sucesión de éxitos en la concepción y organización de lo que se llamaba enseñanza, de pronto hayamos encontrado en las pantallas la causa de todo mal. No entro en lo nocivo que pueda resultar, sobre todo a edades tempranas, su abuso, y seguro que no es recomendable utilizarlas como bálsamo para tranquilidad de progenitores, o como panacea de aprendizaje, ni tampoco como juguete de preadolescentes conectados sin límites a la Red, pero, seamos serios, no las veo como causa única, sino más bien como secuela y parte del citado deterioro.
Publicaba hace unos días Benito Arruñada, en “The Objetive”, un artículo titulado “España no quiere aprender”, afirmando, entre otras muchas cosas, que «la educación no fracasa por falta de medios, sino por un consenso social que reniega de la competencia». Yo diría que la negación de la competencia e, incluso, yendo más allá, del mérito o meritocracia como método de organización política y social, está en el origen de nuestros males. Lo demás, pantallas o leyes educativas, son solo pálido reflejo de esa realidad primigenia. No nos gusta el esfuerzo, las encuestan lo muestran, y tal vez tampoco el conocimiento. Desde que se empezó con la rebaja de contenidos y niveles, de igualación por abajo, el uso de imágenes y de medios tecnológicos aumentó sin cesar. La formación del profesorado en relación con ello empezó a ser más importante que dominio de las propias materias; en los años noventa, el “Proyecto Atenea” (informática) y el “Proyecto Mercurio” (audiovisuales) fueron buques insignia de esa tendencia que continuó en el tiempo con otros planes y otros proyectos a los que se insufló dinero y medios.
Y, de pronto, queremos volver al papel, no sé si al pizarrín, huyendo de las novedades del siglo. Pensamos una vez más que la culpa es de las máquinas, o de las pantallas y demás dispositivos, sin analizar mínimamente qué parte de responsabilidad tenemos nosotros mismos, o que débito tienen con el presente las políticas educativas impulsadas desde los años setenta u ochenta. A los “luditas” originarios no les sirvió con destruir fábricas o mecanismos, pues la industrialización siguió avanzando, indiferente a todo ello. Igual pensamos ahora que prohibiendo pantallas y dispositivos en determinados contextos, tendremos la panacea o solución para los males que percibimos. No lo creo. Alejarse del fuego no apaga el incendio, que seguirá extendiéndose según los caprichos del viento. No bastará, pues, con las prohibiciones que, en algunas situaciones, podrán ser barrera de contención, sino que habrá que plantearse, además, otras cosas. La cuestión es si estamos dispuestos.
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