Imagina un lugar como el que te voy a describir:
Donde las bombas sean gotas de lluvia cayendo sin cesar día y noche cubriendo cada metro cuadrado de tierra, ladrillo o piel.
Donde la humedad esté cargada de metralla desbocada y abrasadora.
Donde el frío se tiemble en hemorragias por agujeros en el cuerpo y se estornude a través de fracturas abiertas y órganos descolgados.
Donde ver morir a tus padres sea algo tan cotidiano como verlos ir a comprar el pan.
Donde llores contemplando el cuerpo reventado de otro de tus hermanos y ya no tengas padres a los que abrazarte porque unas horas antes viste como morían.
Donde perder a los amigos signifique enterrarlos. Enterrarlos si es que da tiempo antes de que un nuevo aguacero descargue sobre muertos en fosas sin tapar y vivos alrededor de ellas.
Donde tu hogar sea una amalgama de escombros, piel, carne y sangre del que esta vez lograste salir con vida.
Donde el espacio de tu escuela lo ocupe ahora un amasijo de ruínas con trozos de profesores entre ellas.
Donde el hospital al que te llevan y en el que ya no quedan alimentos, mantas, medicinas ni camas sea un objetivo militar a destruir y en cualquier minuto ya no se distinga de tu escuela o de tu hogar.
Donde los que envían la lluvia con metralla dicen que si te quedas allí, seas niño o anciano, estés con las piernas rotas, la columna vertebral partida o los intestinos por fuera, serás considerado un terrorista y por lo mismo un objetivo a eliminar.
Donde la ruta de escape que te proponen y que venden a la comunidad internacional como "segura" también la están bombardeando.
Donde los 'pasillos humanitarios' son en realidad rampas a salas de matadero y despiece.
Imagina un lugar así, donde la destrucción y la muerte sean tan continuas e indiscriminadas como la caída del agua, la luz del sol o el golpear del viento en el tuyo.
Ese lugar existe y todo, todo lo anterior, está ocurriendo en este mismo instante.
Y en ese lugar hay un niño sin padres, ni hermanos, ni amigos, ni profesores, ni casa, ni escuela, ni alimentos, ni agua, ni electricidad, ni mantas, ni medicamentos, ni refugio, ni vía de huída, ni esperanza... capaz todavía de sentarse a contemplar el cadáver de un perro, un perro asesinado por la lluvia que al rozar se convierte en sangre por dentro y de sentir tristeza y dolor por él. La misma lluvia que hizo estallar los ojos de sus padres, hermanos, amigos, profesores, del médico que le atendió y del periodista que le hizo esta fotografía.
Tristeza y dolor por ese perro, pues para sí mismo ya no le quedan. Seguramente tampoco vida. Es muy probable que cuando leas esto ese niño ya esté muerto.
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