Debatir, debaten todos. Candidatos políticos, periodistas de espectáculos, periodistas culturales y políticos; científicos en tanto les es imprescindible verificar resultados y métodos mediante la comparación con otros colegas sobre análogas u otras investigaciones; abogados, legisladores y juristas acerca de la ley; profesores y alumnos, literatos sobre su obra y la de los otros; críticos, artistas, trabajadores. Siempre es buena la compulsa. Asimismo, el ciudadano de a pie opina y debate. Y luego están los que hablan por demás, hablan y hablan. Quienes son en cambio más propensos a romper el silencio con esmerada estética e impecable convencimiento no necesitan parlotear, piensan dos veces antes de escribir y publicar y si debaten es porque les es imprescindible conocer, sin semblantes, el punto de vista ajeno. La realidad, por anunciarse en todo su peso si se la negó, dice a menudo más verdad que la palabra banalizada, repetida.
En democracia se debate para lograr acuerdos. Pero la ontología debe ser respetada (no hay que confundir hechos con personas, cosas ni palabras). No se trata de ser sustancialista o nominalista sino de cultivar el sentido común. (Me refiero al de Hans- Georg Gadamer.) Arthur Schopenhauer explicitó las reglas en el arte de tener razón, lo que no implica que ese conocimiento de la estrategia propia y de la del “contrincante” deba, en una discusión, sumergirnos en mares de sinrazones.
También resolver es fructífero. Pero los solipsismos de la época han llegado a tal punto que prudencia y saber fueron devaluados merced a un relativismo sin pudor... Y si Friedrich Nietzsche fue mal interpretado, ni digamos la fenomenología, la filosofía analítica… En esta suerte de panel globalizado en que se ha convertido el mundo, la noción del valor intrínseco de la palabra que construye puentes y acuerdos (éticos) y que crea estética literaria, artística, etc., tal valor, se ha puesto en sobreactuada duda: todo es cuestionable, incluso los hechos, cualquiera se inspira y escribe, opina. Así, el (mal) poeta explica sus poemas sin advertir su polisemia, el narrador publica sin dedicada revisión a sus textos ni siquiera en las “pruebas de galera”; a editores se les pasan errores impensables e imágenes visuales son “traducidas” en palabras como si las imágenes no significaran en su propia gráfica. Velocidad, pura velocidad para expresarse y dar a conocer pensamiento y obra o para hacer circular tonteras, rumores o propaganda. Total, al fin cuentan el resultado y hacerse de un (reducido) espacio en el no-lugar que es hoy el planeta. Para más Inri, se llegan a poner en debate hechos y situaciones: la confusión tapa la falta de argumentos.
Nadie lee en profundidad, el tiempo apremia. Eduardo Galeano estimulaba aquello de romper el silencio en la literatura solo cuando se vivificaba la oportunidad legítima de la creación y el habla, desafío auténtico si se ama el complejo arte de escribir, de contar, el de crear y el de intercambiar y discutir ideas. Es que últimamente la gente se encuentra empeñada en publicar, repetir y cuestionar, hablar u opinar con tal de salirse con la suya. Si fuera posible, cancelando al otro. La escucha, rezagada por lo demás al diván de los analistas, opera como una herramienta “abstracta y demasiado tediosa” para el tiempito muy efímero que nos acosa. Por lo que, en su caso, los pacientes la “utilizan” para la autojustificación de sus conductas. Como el contexto no se transita fácil, es imposible profundizar, hay que zafar a como dé lugar en el acelerado camino de la vida. (Como si así se pudiera investigar el inconsciente de cada uno y mejorar el malestar.) Sin embargo, continúan habiendo artistas tamaños, pensadores lúcidos, maestros devotos, políticos que se deben a las instituciones y no a sí mismos; eximios juristas, grandes escritores, personas razonables; poetas mayores y tal.
Los humanos, se dice, somos racionales. Por ello un buen debate empieza por casa: escuchar al otro y hablar tras haber meditado en lugar de dejarse llevar por el desenfreno de los impulsos y la ambición descontrolada en busca de falsos espejos e infantiles aplausos. La época incentiva el hablar por hablar, debatir por debatir, escribir por escribir, opinar sobre cualquier tema aunque se lo desconozca. Qué otra cosa si se vive en tiempos de excesos y hay que visibilizarse… Pero, cuanto menos entre los que elegimos profesiones dedicadas a las humanidades, el arte, la ciencia o el derecho, habría que rescatar aquello que requirió dedicación y esfuerzo, y amar al prójimo, oírlo y enriquecerse con sus ideas, aunque difieran de las propias. No estaría demás ¡cierta coherencia!, aunque los sujetos somos contradictorios por naturaleza y, a veces, ilógicos. ¿Será mucho pedir?
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