Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo (1): la riqueza ha ido oscilando entre la lógica rentista y la productiva, observaba, y señalaba las crisis a que condujo durante el XIX el modelo centrado en la producción, desmelenándose dicha lógica en los ochenta del pasado siglo por la vía desregularizadora, deviniendo en el modelo especulativo que desvalorizaba el trabajo por suponer las rentas de dicho trabajo un porcentaje despreciable en comparación con las reportadas por el capital especulativo. Dicho paroxismo se vio frenado por la crisis de 2008, la cual ha ido conformando un panorama de nuevos rentistas aupados por la reducción de impuestos a la propiedad o a la herencia en tanto que “se mantienen los del trabajo y aparecen otras tasas vinculadas a la privatización de los servicios públicos”. Hoy las ciudades, así las cosas, se rentabilizarían a sí mismas habiendo dejado, en gran medida, de ser núcleos de producción. “Es mejor dejar a los hijos un piso que pagarles un curso en Oxford, porque el trabajo ya no garantiza un salario suficiente. Es más gravoso contribuir a la riqueza nacional a través de la industria o el comercio que tener cien pisos y poner el cazo todos los meses”.
Entre las conclusiones a las que llega Dioni, se antoja interesante la de que en un panorama de flagrante crisis de autoridad y de negación de la evidencia científica halle su caldo de cultivo “la estética del consumo” por encima de “la ética del trabajo”. Ilia Galán, más centrado ya en la enseñanza, escribía: “Nuestro sistema de enseñanza ha mutado numerosas veces y se ha dotado cada vez de más medios tecnológicos sin por ello aumentar el conocimiento de sus usuarios, más bien al contrario, según es común testimonio de nuestros claustros académicos. El problema entonces es el método, la indisciplina, inadecuada pedagogía, la creciente burocracia que lastra al profesorado” (2). Pero nadie pregunta seriamente a los enseñantes de a pie de aula, quienes podrían dar muchas de las claves de las consecuencias que todos estos cambios tecnológicos y legislativos están suscitando. Ignacio Zafra, en un interesante reportaje, abordaba la tan candente circunstancia de la desmotivación del alumnado (3). En tal reportaje se recordaba la opción que hubo en 1990 de hacer la ESO común hasta los 15 y de los 15 a los 16 ofertar dos vías: la del Bachillerato y la de la FP. La izquierda no lo aprobó por parecerle que segregaba; la derecha por ser partidaria de la ampliación hasta los 18 años de la educación obligatoria, lo que comportaría más años de subvención pública para la concertada, a decir de César Coll. El profesor de Didáctica de la Facultad de Málaga, Manuel Fernández Navas, declaraba: “Cuando el único sentido de acceso al conocimiento de la actividad escolar es la nota, se beneficia determinada clase social. Pero cuando el acceso al conocimiento les sirve para entender el mundo que les rodea y resolver problemas de su vida diaria, tiene más sentido para otras clases sociales”. Dicho docente erigido en teórico defendía lo que la actual legislación llama aprendizaje por competencias, pero él mismo, que entrevé mayor ecuanimidad social en el mismo, reconocía que tal fórmula “requiere más recursos y menos ratios de alumnos por docente”.
El antropólogo Marc Augé aseveraba que los actuales usos tecnológicos posibilitan más el tratamiento que el verdadero conocimiento mutuo y general (4). Y, entre otras cosas más indicaba: “Nada puede sustituir el aprendizaje de la palabra ni la relación, física, profesor-alumno y esto es urgente entenderlo ya. Cuanto más se uniformiza la sociedad más se ahonda en las desigualdades: una paradoja, pero es así: cada vez hay un número más reducido de personas que están en la vanguardia del saber real y demasiada gente que no sabe, pero que cree saber”.
El historiador y profesor de la UAB Javier Rodrigo precisamente historiaba acerca de cómo se vino dando el estado de las cosas en que ahora nos hallamos, pandemia mediante, un sistema a su vez fundamentado en “una docencia basada en la adquisición de competencias antes que (o en vez de) conocimientos, centrada en la enseñanza “por proyectos”, casi sin libros de texto, con tabletas para todos y autonomía on line del alumnado, sin jerarquización ni principio de autoridad académica” (5). Y observaba cómo se ha acabado por confundir el medio con el fin, suscitándose un absoluto “desinterés por las fuentes de conocimiento”, lacra patente ante la que atisbaba una posible vía de solución: “Dejemos que se construyan sus propios contenidos con referencias verificables, no se los demos empaquetados en un documento a razón de 20 o 30 diapositivas por tema”.
El escritor Cory Doctorow señaló que “la única forma de ganar una batalla ideológica es extinguiendo la imaginación, y eso es lo que está intentando el neoliberalismo con la tecnología” (6), algo que quien está en un aula diariamente puede observar: si no se potencian por parte del docente las actividades de dicha índole, el joven actual se halla, por defecto, abducido e imbuido en una serie de fútiles entretenimientos colectivos que lo sustraen del asentamiento, de la fijación en su mente, de una serie de conocimientos que serán el campamento base sobre el que ascienda el posterior saber adquirido, así como del manejo de esos golpes imaginativos que serán los que los lleven a avanzar en la dirección más edificante a fuer de dotarlos con mayores recursos para afrontar una existencia cada vez más compleja.
Sin duda estamos en plena mutación civilizatoria, motivo por el que, precisamente, habría de preservarse (blindarse) algo tan delicado como es la formación de los futuros ciudadanos adultos, no dejándolos a merced de un sistema espuriamente invasivo. Si para algo vale la escuela es para generar mentes lúcidas cuya actividad redunde en valor social a no mucho tardar, y lo que como sociedad estamos consiguiendo (por la vía del maltrato y la desconsideración hacia la escuela pública) es empobrecer cada vez más el bagaje colectivo. Ya lo dejó escrito Daniel Innerarity: “Nuestros fracasos colectivos se explican mejor por un déficit de conocimiento que de moral. Una cosa no excluye a la otra, pero entendemos mejor los fracasos colectivos si examinamos nuestra cadena de errores que si los explicamos como el resultado de una voluntad expresa de producir esa situación. No estamos en tiempos de planificación o conspiración sino de chapuza” (7).
Notas (1).Dioni, J. (7-11-2023): “El ocaso de la ética del trabajo”, “El País”, p. 14. (2).Galán, I. (2-10-2021): “Enseñar: cursos para necios”, “La Razón”, p. 19. (3).Zafra, I. (28-3-2024): “La desmotivación como asignatura pendiente”, “El País”, p. 29. (4).Geli, C. (1-2-2019): “Con la tecnología llevamos ya el no lugar encima de nosotros”, “El País”, p. 35. (5).Rodrigo, J. (13-2-2024): “Contra el PowerPoint como vía de conocimiento”, “El País”, p. 14. (6).Fernández, L. (21-6-2023): “Hay gente decidiendo qué es y qué no es cierto en nuestra vida”, “El País”, p. 30. (7).Innerarity, D. (26-3-2019): “La estupidez colectiva”, “El País”, p. 11.
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