Que la sociedad se deshace como un castillo de arena abatido por las olas del mar no es ningún descubrimiento; que la institución familiar sufre también los avatares de determinadas ideologías es también sobradamente conocido; y que la identidad personal está siendo manipulada hasta el punto de no saber si la cabeza se queda mirando al frente o hacia atrás se presente como algo obvio.
Puede parecer un panorama patético y desmoralizador, y, existen pues, sobrados motivos para dejarse desmoralizar. Pero no, no podemos dejarnos caer en un abismo pesimista. En el Antiguo Testamento hay momentos de claudicación y de abandono a Dios: los profetas que denunciaban estos hechos no solo fueron desoídos, sino que también sufrieron persecución. Pero ahí estaba ese resto de Israel, fiel a las promesas de Dios y fiel a sus mandatos, que poco a poco fueron transformando nuevamente al pueblo elegido para hacerlo digno del Creador.
Por eso, en el momento presente, hemos de tener en cuenta que no todo está perdido, queda, al igual que en el Antiguo Testamento, un resto de sociedad con mirada limpia y las ideas nítidas y diáfanas como para distinguir con claridad el bien del mal, lo recto y lo equivocado. Son personas ejemplares que saben renunciar a la frivolidad, y a la vida fácil y cómoda, que han encontrado la verdadera y auténtica felicidad en un estilo de vida sencillo y esperanzador. Y que tienen, por tanto, confianza no en sí mismos, sino en el poder del Altísimo, como hace tan solo unos días nos recordaba santa María Faustina Kowalska, quien ponía en boca de Jesucristo las siguientes palabras: “La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina”. O aquellas otras palabras de Benedicto XVI: “La fe consiste fundamentalmente en saberse amado por Dios”.
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