España es un país rico en refranes. No es que, hasta donde yo sé (que no es mucho), otros países no los tengan también; pero, en el caso de nuestra nación, son numerosísimos, particularmente aquellos que inciden en la crítica social orientada, al menos en su origen, a quienes detentaban algún tipo de poder o tenían ascendencia sobre el pueblo. Entre ellos, “A buenas horas, mangas verdes”, originariamente referido a la Santa Hermandad (cuyo uniforme tenía las mangas verdes), encargada de perseguir a delincuentes a finales del siglo XV, cuyos miembros, al parecer, con frecuencia, llegaban tarde, por lo que los malhechores, a menudo, quedaban impunes y el pueblo desprotegido; “Cada palo que aguante su vela”, procedente del mundo de la navegación, en referencia a las velas de los barcos y los palos o mástiles que las soportan, hoy en día empleado habitualmente para la reprobación de la corrupción; “Donde dije digo, digo Diego”, en el que la paranomasia sirve para realzar el mensaje, que siempre es una forma de justificación de los cambios de opinión o criterio, unas veces como disculpa poco convincente por parte del veleidoso (por rutinaria y ritualizada) o de crítica indirecta por parte de los demás, a modo de censura, de la escasa personalidad, la variabilidad, la inconstancia, la inestabilidad ética del sujeto en cuestión o, incluso, de su despotismo cuando se trata de personas prominentes.
No es extraño que en una nación donde el pueblo ha sido tradicionalmente vapuleado por los poderosos, el sufrido ciudadano de a pie, asiduamente, haya echado mano del humorismo y del ingenio (en esto sí que hemos sido siempre un país rico) y lo siga haciendo (los refranes críticos no han perdido vigor ni actualidad, porque, quizá, muchos de los problemas que resaltan están ya cronificados en nuestra sociedad), para, como dicen ahora, liberar tensiones, lo que, en el caso de las frases y expresiones consagradas, sentencias o paremias, viene a ser una verdadera enciclopedia de la experiencia, con la que, incluso, se podría conformar una obra historiográfica patria.
Hoy, querría realizar algunas consideraciones respecto de uno de estos adagios bien conocido: “El hábito no hace al monje”. De origen incierto y recogido por primera vez en la “Filosofía vulgar” en la segunda mitad del siglo XVI y, como tantos otros, de tipo moralista, se refiere, como es sobradamente conocido, a aconsejar no juzgar por las apariencias externas, para no equivocarse en el juicio, tanto favorable como adverso; si bien, también, constituye una crítica a las falsas apariencias, a la impostura, posiblemente en alusión a la hipocresía y poca piedad de algunos eclesiásticos, que, en algunas ocasiones, ingresaban en las órdenes monásticas buscando solo un modo de subsistencia: comida diaria y alojamiento y, acaso, la salvación.
El caso es que la actualidad política nos brinda magníficas oportunidades para hacer uso de este, como de otros de los anteriormente mencionados. Me refiero, en concreto, a las dos misivas que, recientemente, ha hecho públicas el presidente del Gobierno: la primera, como es bien sabido, comunicándonos a los españoles que, como él y su familia, según su parecer, están siendo objeto de ataques gratuitos e injustificados, mediante bulos infundados, por parte de la oposición, de “pseudomedios” de comunicación y de una parte del mundo judicial deshonesta (la máquina del fango, según los ha calificado), había decidido paralizar su actividad pública durante cinco días para reflexionar acerca de si su permanencia en el cargo le merecía la pena; la segunda —en principio, de alcance más restrictivo (dirigida a los afiliados de su partido político) y cuando ya había hecho saber que iba a seguir al frente de la presidencia, no por apego al cargo, naturalmente, sino en interés de España—, para erigirse, aún con más intensidad que en la primera, como referente de la democracia, como adalid de la misma, es más, como encarnación de ella, en un ejercicio de identificación generosamente impudorosa.
Pues bien, en ambas epístolas, a los españoles a secas y a los españoles progresistas (los patriotas), respectivamente, destaca sobremanera el alto concepto en que se tiene y, por contra, el poco respeto que le merecen quienes están en desacuerdo con él o aquellos que le piden explicaciones sobre comportamientos, a priori, poco claros, que él “esclarece” displicentemente arguyendo que las diferencias con sus posiciones, su condición y sus conductas o las críticas y planteamientos periodísticos que le cuestionan a él y a su esposa no son sino “mentiras”, “bulos”, actitudes de ultraderecha no democrática.
Ante esto, no sé muy bien por qué, me viene a la memoria otro refrán, “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”: cosas inescrutables de los procesos mentales de inferencia, supongo. Pero, en todo caso (no quiero dispersarme), la cuestión es que parecen colegirse de su narrativa dos convencimientos, bien arraigados en su personalidad, que ya subyacían desde hace tiempo en diferentes discursos y que, en las dos cartas, brotan sin ambages. El primero, que lo realmente importante es él, no el Gobierno, ni las instituciones, ni la democracia, sino él; pero no alegremente, no porque sí, sino porque él personifica a todas ellas y tiene una misión ineludible y completamente desinteresada, que es, sin duda, mesiánica: liberar de las garras opresoras de la ultraderecha a esta pobre ciudadanía, que parece no valorar adecuadamente lo que tiene ni votar masivamente progresismo, porque está contaminada por la máquina del fango, concebida para trastornar las mentes, para manipular a esas almas cándidas que tiene que salvar por su propio bien (el de las almas, no el del presidente) de la desinformación, de la “fachosfera” social, que conspira y confabula permanentemente contra él. La segunda convicción consiste en considerar que, si él alcanzó el poder en un país democrático, es porque es un demócrata, máxime cuando representa a un partido de izquierdas, y no al contrario; de forma tal que, consecuentemente, todo lo que diga y haga para mantener ese poder democrático gozará de este mismo calificativo, y, por tanto, lo que se le oponga será antidemocrático. Es decir, que la democracia consiste en ganar unas elecciones (con esto ya se tiene mayoría social imperecedera) para imponer y perpetuar la ideología propia, demonizando cualquier otra (¡Qué novedoso y original!): como me dejaron ingresar en el convento, hacer los votos y llevar hábito, ya soy un monje piadoso y ejemplar, que puede recitar maquinalmente los salmos, engordar y cobrar el diezmo.
No sé si ustedes creerán en la reencarnación, ni siquiera sé si creo yo; pero, la verdad, cuando observo algunos talantes, me asalta la idea de que Largo Caballero aun vive bilocado en los dos últimos presidentes de Gobierno socialistas; pero, ¿quién sabe?, dice el refranero que “un diablo bien vestido, por un ángel es tenido”. ¿Y de quién depende el averno político? Pues ya está.
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