Como terapia para estos días, pienso en el abate Barruel, aludido por Umberto Eco en alguna de sus novelas, y muy probablemente el primero de los “conspiranoicos” contemporáneos. Nacido hacia 1740, fue un jesuita que, a partir de los sucesos revolucionarios de Francia, iniciados en 1789, se exilió en Inglaterra para mantener sus ideas ultramontanas. Atribuyó la Revolución a una conspiración, cuyo origen situó en la Edad Media, con los templarios como protagonistas pues, una vez abolida la orden, un sector de sus miembros habría operado en la clandestinidad en diversas formas, verbigracia, a través de la francmasonería y de las sociedades secretas.
Umberto Eco, muy interesado en este tipo de cuestiones, lo reflejó en alguna de sus obras (El péndulo de Foucault o El cementerio de Praga), y dejó el rastro literario de conjuras de siglos inventadas a través del rumor, de la falsificación o de los libelos, mostrando como claro ejemplo de ello el panfleto conocido como “Los protocolos de los sabios de Sión”. Se colige, pues, que la manía conspiratoria no es algo solo de estos tiempos. Casi se puede señalar que está presente en toda nuestra historia como humanos. Las ideas simples, presentadas en la manera adecuada, resultan casi siempre efectivas. Utilizando versiones torticeras de los hechos, retorciéndolos hasta donde sea posible o directamente inventándolos, se puede convencer a muchos si se domina bien el arte de la manipulación y de la propaganda.
Por citar algunos hitos, fue el antijudaísmo medieval una teoría de la conspiración destacada, que llegó viva hasta el siglo XX con las consecuencias conocidas. Asimismo, habría que citar a Felipe IV el Hermoso, monarca francés que, a principios del siglo XIV, atribuyó a los templarios todas las maldades del mundo con el objetivo de destruir la Orden y quedarse con sus bienes.
Los períodos de agitación política o social son proclives al surgimiento de teorías de conspiración, que suelen presentar elementos y rasgos comunes, en relación con el contexto en el que nacen, y se exteriorizan como esclarecimiento sencillo y monista de hechos o situaciones sin explicación aparente. Tengamos en cuenta, por otra parte, que, sobre todo en época contemporánea, las conspiraciones se instalan en el campo político y llegan a ser lanzadas desde el poder o los gobiernos, como ocurrió durante la Revolución Francesa, que inició métodos elaborados para desprestigiar a los rivales u oponentes políticos. El comunismo soviético, especialmente en la etapa estalinista, y el nazismo, tiraron de conspiración, en el caso del segundo poniendo la guinda sobre el pastel de una ya añeja, la aludida más arriba y relacionada con los judíos.
Dictaduras y sistemas totalitarios de hoy, que tienen en la propaganda un procedimiento irrenunciable, recurren a este tipo de teorías, o a retazos de las mismas. Sin duda que resulta fácil y cómodo suscribirse a una de ellas, la que más nos guste o se acerque a nuestro hábitat ideológico, pero debemos alejarnos del pensamiento en lote, es decir, de ideas y nociones contenidas en un paquete indivisible, que debemos acatar tal cual sin posibilidad de rechazar ni siquiera una pequeña parte.
Afirmaba Umberto Eco que “el síndrome del complot nos invade. Si usted busca en Internet encontrará una gran cantidad de complots, como que los estadounidenses nunca llegaron a la Luna o que las Torres Gemelas fueron destruidas por los judíos. El complot nos consuela. Nos dice que no es culpa nuestra. Que algún otro organizó todo. Hay complots por todas partes. Están basados en fantasías y son falsos. Siempre he estado interesado en la influencia histórica que han tenido los falsos.”(1)
Desde que Eco afirmó lo anterior, el tumor ha ido aumentando y cada vez es más difícil discernir con claridad. Todo lo que nos llega viene envuelto con el formato conspirativo, lo sea o no. Resulta más glamuroso, desde el punto de vista intelectual, responsabilizar a grandes tramas que centrarse en una realidad más prosaica de maldad corriente, pura inepcia o confabulaciones cotidianas y concretas. Se suele considerar, por cuestión de epistemología, que ni todo está relacionado con todo, pues sería imposible cualquier explicación, ni nada está relacionado con nada, cuya consecuencia sería la misma, sino que algunas cosas se relacionan con otras generando procesos de causa-efecto. Es así como conocemos el mundo y los explicamos racionalmente. Requiere algo de esfuerzo y no proporciona seguridad, sino duda. Pero debemos intentarlo.
(1) En Diario CLARÍN, 3 de abril de 2015.
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