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Ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda

Juan López Benito
viernes, 16 de septiembre de 2016, 08:36 h (CET)
Ya expuse en un artículo anterior que la presente realidad nacional era el efecto del fracaso de los dirigentes políticos en la formación de un verdadero Estado- Nación integrador y moderno. Esta circunstancia tuvo a lo largo del siglo XIX su reflejo en la ínfima difusión de escuelas públicas, el escaso desarrollo de infraestructuras que vertebrasen el país, un discriminatorio y clasista sistema de reclutamiento militar, una política exterior de recogimiento y por último la falta de fijación y consolidación por parte del Estado, de una simbología y ritual nacionales.

Del mismo modo señalé que lo más descorazonador consiste en constatar que los políticos coetáneos parecían estar dispuestos a profundizar aún más en esta circunstancia: Territorios privilegiados, competencias exclusivas, “federalismo asimétrico”, “derecho a decidir”… En definitiva, una suerte de detonación del precepto de igualdad entre españoles.

Fruto de este trato desigual que se irradia desde el Estado y las formaciones políticas nacionales (con la complicidad de los grandes medios de comunicación), nos encontramos con un panorama que dibuja una perversa jerarquización o catalogación de las comunidades autónomas. A mi modo de ver es la reproducción del peligroso y retrógrado darwinismo social y político que ejemplificó como nadie el célebre político inglés Lord Salisbury, en un célebre discurso pronunciado en el Albert Hall de Londres en 1898, acerca de la expansión colonial inglesa. Decía así:

“Podemos dividir las naciones del mundo, grosso modo, en vivas y moribundas. Por un lado, tenemos grandes países cuyo enorme poder aumenta de año en año, aumentando su riqueza, aumentando su poder, aumentando la perfección de su organización. Los ferrocarriles les han dado el poder de concentrar en un solo punto la totalidad de la fuerza militar de su población y de reunir ejércitos de un tamaño y poder nunca soñados por las generaciones que han existidos. La ciencia ha colocado en manos de esos ejércitos armamentos que aumentan el poder, terrible poder, de aquellos que tienen la oportunidad de usarlos. Junto a estas espléndidas organizaciones, cuya fuerza nada parece capaz de disminuir y que sostiene ambiciones encontradas que únicamente el futuro podrá dirimir a través de un arbitraje sangriento, junto a estas, existen un número de comunidades que sólo puedo describir como moribundas, aunque el epíteto indudablemente se le aplica en grado diferente y con diferente intensidad. Son principalmente comunidades no cristianas, aunque siento decir que no es éste exclusivamente el caso, y en esos Estados, la desorganización y la decadencia avanzan casi con tanta rapidez como la concentración y aumento de poder en las naciones vivas que se encuentran junto a ellos.

Década tras década, cada vez son más débiles, más pobres y poseen menos hombres destacados o instituciones en que pode confiar, aparentemente se aproximan cada vez más a su destino aunque todavía se agarren con extraña tenacidad a la vida que tienen. En ellas no sólo no se pone remedio a la mala administración, sino que ésta aumenta constantemente. La sociedad, y la sociedad oficial, la Administración, es un nido de corrupción, por lo que no existe una base firme en la que pudiera apoyarse una esperanza de reforma y reconstrucción, y ante los ojos de la parte del mundo informada, muestran en diverso grado, un panorama terrible, un panorama que desafortunadamente el incremento de nuestros medios de información y comunicación describen con los más oscuros y conspicuos tintes ante la vista de todas las naciones, apelando tanto a sus sentimientos como a sus intereses, pidiendo que les ofrezcan un remedio.

(...) Por una u otra razón, por necesidades políticas o bajo presiones filantrópicas, las naciones vivas se irán apropiando gradualmente de los territorios de las moribundas y surgirán rápidamente las semillas y las causas de conflicto entre las naciones civilizadas (...) naturalmente no debemos suponer que a una sola de las naciones vivas se le permita tener el beneficioso monopolio de curar o desmenuzar a estos desafortunados pacientes (risas) (...) estas cuestiones pueden ocasionar diferencias fatales entre las grandes naciones cuyos poderosos ejércitos se encuentran frente a frente amenazándose (...) indudablemente no vamos a permitir que Inglaterra quede en situación desventajosa en cualquier reajuste que pueda tener lugar (aplausos). Por otro lado, no sentiremos envidia si el engrandecimiento de un rival elimina la desolación y la esterilidad de regiones en las que nuestros brazos no pueden alargarse (...)”

Comunidades autónomas “vivas” y comunidades autónomas “moribundas”. Estructuras y organismos autonómicos opulentos y conciudadanos exprimidos. Ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Desinterés y oprobio en un sentido y privilegios y “hojas de ruta” hacia el otro. ¿Algún denominador común entre ellas? Parafraseando a Salisbury: El nido de corrupción existente en el conjunto de las administraciones.

Reitero, esta es nuestra triste realidad.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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