En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley. El camino hasta el mismo ha sido largo. Y en relación con lo judicial, un elemento fundamental fue el “habeas corpus”. Se suele buscar su origen en la antigua Roma, cuya organización jurídica hacía posible reclamar la libertad de un ciudadano detenido de manera ilegal. También la “Carta Magna” de 1215, en Inglaterra, que limitaba las atribuciones del Rey, instituía la necesidad de razonar la detención de cualquier hombre libre. Y siglos más tarde, en 1679, el parlamento inglés promulgó la Ley de “Habeas Corpus”, que permitía evaluar la legitimidad de los arrestos.
En estrecha relación con ello, surgió el principio de presunción de inocencia. Ya el jurista romano Ulpiano sentenció que “nadie debe ser condenado por sospechas”. Pero el principio al que nos referimos fue una aportación de la Ilustración; figuró en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789” y está en la Constitución española de 1978, concretamente, en el artículo 24, apartado 2. Parecía, hasta ahora, que lo de la carga de la prueba, y lo de la inocencia de cualquiera hasta que se pruebe o demuestre lo contrario, era práctica asentada y expresión manida, pero, de pronto, no lo tenemos tan claro o esa impresión se deriva de los hechos y declaraciones políticas de estos días. Dependiendo de para qué, una porción de ciudadanos va admitiendo, tal vez al dictado de sus mentores mediáticos y políticos, una especie de itinerario o ruta ideológica que parece conducir a la justificación, explícita o implícita, de los procedimientos sumarísimos. Conocemos, sobre todo por los “western”, la técnica del linchamiento, que incluye desde el ahorcamiento directo del cuatrero, sin juicio que valga, hasta el asalto a cárceles endebles para la imposición del ojo por ojo y de la venganza. Y, de otros momentos del pasado, conocemos asimismo los “paseíllos” y otras técnicas “justicieras”.
En definitiva, la ley y las garantías procesales suponen una “jodienda”, desde siempre, para los amigos de la justicia rápida que no es, en realidad, justicia. Harry el sucio, justiciero cinematográfico, odia los impedimentos del sistema para ajustar las cuentas a los asesinos y otros delincuentes. Y suele conseguir la complicidad emocional de los espectadores. Pero, ensoñaciones de celuloide al margen, los Estados de Derecho no contemplan atajos ni procedimientos sumarísimos, sino garantías procesales, dolorosas a veces para las víctimas y para el ciudadano cabal , pero siempre articuladas en torno al concepto de presunción de inocencia. Hubo excepciones, en nuestro orbe democrático, como el “macartismo”, en plena Guerra Fría, cuando, para determinadas acusaciones, la presunción de inocencia pasaba a segundo plano. Y no digamos ya en otros sistemas, como fue el nazismo, o los comunismos varios, con el soviético como paradigma, sistemas en los que los fines políticos y constitutivos del Estado estaban, y están, muy por encima de la equidad en el sistema de justicia. Todavía hoy, sus acólitos son ateos respecto a la independencia judicial y por eso los jueces se dividen, para ellos, en afines y de ultraderecha, esto último tomando como referencia la visión de ultraizquierda aspirante al fin del Estado de Derecho, pero podríamos trocar ultraderecha por cualquier otro calificativo de finalidad excluyente si la división de esos jueces la realizan desde el otro extremo del espectro político e ideológico.
Alguien afirmó que “la independencia judicial no es un privilegio de los jueces, sino un derecho fundamental de los ciudadanos”(1). Nos conviene creer en la independencia e imparcialidad judicial por la cuenta que nos tiene. Es posible que no todos los jueces sean prístinos y loables, pero en la garantía de su independencia reside nuestro último amparo frente al Poder. Las turbas, callejeras o digitales, luchan contra ello y buscan el asalto metafórico de la cárcel en la que el reo o los reos esperan su proceso. Si tengo que elegir entre Harry el sucio y las garantías procesales, me inclino por las segundas, pero aplicadas sin excepciones marcadas por agendas ideológicas o políticas. Y no es eso lo que está ocurriendo. Parecen preferir, algunos regidores y regidoras, que, más que como individuos racionales, actuemos como turba cuando el contexto lo exija y a ellos les convenga. Mal asunto. -------------------------
(1) António Henriques, prestigioso jurista portugués.
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