En el mensaje, que con motivo de los Juegos Olímpicos, el Papa envió al arzobispo de París, el Papa recordaba que por su propia naturaleza, los juegos son portadores de paz y no de guerra y que se presentan como una ocasión magnífica para superar las diferencias, y para promover la estima donde hay desprecio y desconfianza, o la amistad allí donde hay odio. Y es que en tiempos de utilitarismos rampantes, puede parecer un simple gesto iluso, pero la sabia tradición de la tregua olímpica nos interpela profundamente una vez más. Como subrayaba el Papa, la tradición instituida en el mundo antiguo nos urge hoy, en nuestra época herida, llena de conflictos y en la que la paz se encuentra seriamente amenazada. Lástima que los Juegos Olímpicos, ya en su inauguración, no estuvieron a la altura ni mostraron una visión universal, a pesar de que una vez más debía ser espacio para la concordia, y el deporte, como lenguaje universal que es, nos pudo ayude a entender, con particular claridad en estos meses, que formamos parte de una única familia: la familia humana.
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