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​Tiempos nuevos, convulsos tiempos los de Isabel II

En los días inciertos de octubre de 1833, cuando Fernando VII entregaba su alma al Creador, España, como tantas otras veces, se hundía en la miseria, desatando el torbellino de una nueva guerra civil
María del Carmen Calderón Berrocal
sábado, 1 de febrero de 2025, 12:52 h (CET)

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En los días inciertos de octubre de 1833, cuando Fernando VII entregaba su alma al Creador, España, como tantas otras veces, se hundía en la miseria, desatando el torbellino de una nueva guerra civil. Esta vez, la causa no era otra que la disputa por la sucesión entre Isabel, la hija del rey, aún; y Carlos, hermano de Fernando VII y tío de Isabel, el pretendiente amparado por los absolutistas.


Los liberales, fieles a la niña reina, alzaron el estandarte de Isabel, mientras que los carlistas, anclados en la tradición, clamaban por Carlos como el verdadero heredero. Era el principio de una guerra fratricida que hincaría sus dientes en el alma de España durante años. Y aún colea, todavía existen carlistas.


En Extremadura, tierra de sol bravo y sombras largas, el conflicto adquirió un tinte áspero y seco, como el paisaje mismo, agreste, extremo y duro. Los liberales, con un pulso firme y severo, se apresuraron a reducir a los líderes carlistas que, en más de una ocasión, acabaron bajo el frío y definitivo abrazo del fusil. Para entonces, ya corría el último trimestre de 1835 y en Madrid se soñaba con organizar un ejército regular, una fuerza capaz de contrarrestar no solo las partidas de carlistas que asolaban las llanuras manchegas, sino también las que germinaban como hongos en los campos extremeños.


Los regimientos de milicias provinciales de Badajoz, Plasencia y Trujillo, aquellos hombres curtidos en la batalla, fueron llamados a servir fuera de la provincia, en una suerte de migración armada que pretendía fortalecer las líneas liberales.


En la misma Badajoz, por aquella época, se aposentaba el regimiento provincial de Málaga, junto con las caballerías del regimiento de la Reina y las Milicias Urbanas Leales, un cuerpo que Rodil, capitán general, había esculpido con la pasión y la terquedad de un escultor que sabe que su obra es clave para sostener el edificio entero. Rodil, aquel hombre de severo semblante, entendía que sin orden y sin disciplina, la España que él quería construir nunca llegaría a ver la luz.


El 23 de enero de 1835, el regimiento provincial de Málaga, bajo la égida del coronel Joaquín Seoane, partió de Badajoz rumbo a la capital del reino, envuelto en actos solemnes y en despedidas sentidas. La ciudad, que aún conservaba algo del sabor heroico de otras épocas, se despidió de los suyos con gratitud y respeto.


Pero el vacío que dejaban aquellos hombres necesitaba ser llenado y así se fueron creando compañías de seguridad, integradas por oficiales excedentes, aquellos que el retiro no había vencido del todo y aún tenían fuerza en el brazo para empuñar la espada. Eran tiempos donde los campos y propiedades debían ser vigilados, pues la guerra no entendía de fronteras y la violencia tenía raíces largas.


Llegó abril y Badajoz celebró el cumpleaños de la reina gobernadora con la pompa que la ocasión merecía. Desfiles y ceremonias, todo bajo el peso del tambor y las cornetas, como si el ruido pudiera apartar los oscuros nubarrones que amenazaban con cubrir España entera.


En mayo, se ordenó el alistamiento de los Tiradores Urbanos, esas compañías improvisadas pero necesarias que, al calor de la guerra, se convertirían en la vanguardia de las batallas que habrían de librarse en Extremadura.


Julio fue un mes de entrenamiento. Dos batallones de tiradores se reunieron en los campos entre Don Benito y Villanueva de la Serena, mientras que otro más se adiestraba en Montijo y Puebla de la Calzada. Mil trescientos hombres, ni uno más ni uno menos, practicaban el arte marcial, preparándose para la tormenta que sabían que no tardaría en llegar.


Septiembre trajo el cambio de nombre, como si con la nueva nomenclatura pudieran redimir un destino que parecía ya escrito: la Milicia Urbana Leales pasó a llamarse Milicia Nacional. Y, un mes después, en octubre, el gobierno decretaba que todas las milicias locales se bautizaran como Guardia Nacional. Las etiquetas cambiaban, pero la sangre que corría por las venas de aquellos hombres seguía siendo la misma.


El 8 de noviembre de 1835, en las explanadas de Badajoz, los cazadores de la Guardia Nacional iniciaban sus ejercicios de instrucción, preparándose para la guerra que los aguardaba. El 10 de noviembre, el primer batallón de voluntarios ligeros de Extremadura marchaba hacia Leganés y el batallón de Cazadores de la Reina Gobernadora se preparaba para partir hacia Madrid. Robustos, fuertes, elegidos entre los mejores, estos hombres de Extremadura representaban la esperanza de un gobierno que aún creía poder terminar la guerra por la fuerza.


Por aquellos días, un testigo describió Badajoz con palabras que bien podrían ser las de una ciudad entregada a Vulcano, dios del fuego y la fragua. Las murallas, desde la puerta del Pilar hasta la de Palmas, hervían con el ajetreo de la guerra. Quintos aprendiendo a marchar, tambores y cornetas afinando su estruendo, potros siendo domados en la plaza de toros y en el parque de artillería, infatigables manos trabajaban sin cesar. Fusiles venidos de Inglaterra, lanzas que las fraguas no dejaban de producir y un aire de beligerancia lo cubría todo.


Así, en aquella tierra reseca y dura, se forjaba la guerra, con ruido de hierro y olor a pólvora, mientras la historia, implacable, seguía su curso y las sombras se alargaban, como siempre, sobre las piedras de la muralla.

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