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Mujeres en la Historia: Cartimandua

Una mujer que se atrevió a hacer política en un mundo de hombres y espadas
María del Carmen Calderón Berrocal
viernes, 18 de abril de 2025, 18:04 h (CET)

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Mapa del territorio donde se habrían asentado los brigantes y otras tribus en tiempos de la invasión Romana de Gran Bretaña, los brigantes tendrían sus tierras al norte de Yorkshire; y grabado de Francesco Bartolozzi que representa la entrega por parte de Cartimandua de Caractacus a los Romanos


En una isla húmeda y cubierta de niebla, donde los clanes se degollaban por un pedazo de tierra y los druidas dictaban la ley al pie de los robles, hubo una mujer que hizo algo distinto, ella no empuñó la espada contra Roma sino que le tendió la mano.


Cartimandua fue la reina que pactó con Roma y pagó el precio; y si hoy la historia la recuerda, no es por haber vencido en batalla, sino por haber jugado con el Imperio el juego más peligroso de todos: la política.


Los orígenes de Cartimandua y su ascenso al poder


Los detalles sobre la juventud de Cartimandua son escasos, como ocurre con muchas figuras del mundo antiguo. Sin embargo, los indicios apuntan a que pertenecía a la élite gobernante de los brigantes, una influyente tribu que controlaba amplias zonas del norte de Britania. No está claro si ya ocupaba el trono cuando las legiones romanas desembarcaron en la isla en el año 43 d.C., durante la invasión ordenada por el emperador Claudio o si ascendió al poder poco después. Lo cierto es que supo aprovechar el momento.


En aquel entonces, Britania era un mosaico de pueblos independientes, cada uno con sus propias costumbres, jerarquías y posturas frente a la expansión romana. Algunas tribus optaron por resistir y fueron brutalmente sometidas. Otras, como los brigantes bajo el liderazgo de Cartimandua, eligieron la diplomacia.


Aunque se desconocen los detalles del acuerdo, todo indica que Cartimandua se convirtió en una gobernante cliente (vasalla o sometida) de Roma, un modelo habitual en la estrategia imperial. En lugar de imponer una ocupación directa, Roma prefería, cuando era posible, apoyarse en líderes locales leales a cambio de beneficios mutuos: protección militar, acceso a bienes de lujo y cierto grado de autonomía para los aliados.


Esta alianza reforzó el poder de Cartimandua tanto dentro de su tribu como ante el Imperio, consolidándola como una de las figuras clave de la Britania romana durante el primer siglo. Fue una apuesta arriesgada, pero durante décadas funcionó.


Una reina en tierra de nadie


Cartimandua mandaba sobre los brigantes, la tribu más poderosa del norte de Britania. No eran un grupo de pastores con lanzas de madera, ellos ocupaban un territorio estratégico, entre los dominios que Roma empezaba a controlar y la barbarie que aún resistía más allá de las colinas. Una reina en mitad de dos mundos que eligió el más fuerte.


Cuando Claudio desembarcó en la isla en el año 43 d.C., Cartimandua no esperó a que sus legiones llegaran a su puerta. Comprendió, como lo haría cualquier líder astuto, que lo de Roma no era una visita, sino una condena o una oportunidad. Ella escogió la segunda opción. Pactó. Se convirtió en aliada de Roma sin necesidad de una batalla y, a cambio, conservó su trono. Al menos durante un tiempo.


La traición que la hizo célebre


La historia y Tácito, con su pluma venenosa, no la perdonaron. En el año 51, un caudillo rebelde llamado Carataco, Caratacus en latín, buscó refugio entre los brigantes. Huía de la derrota, del hierro romano y fue a caer, como una más de las ironías del destino, en los brazos de una mujer que prefería la diplomacia al heroísmo.


Cartimandua lo entregó, lo traicionó, lo vendió al Imperio, que lo llevó a Roma como un trofeo. Para algunos fue un acto de vileza. Para otros, una jugada maestra. Lo cierto es que fortaleció su posición ante Roma, aunque al precio de enemistarse con media Britania.


La caída de Carataco


Cuando las águilas de Roma se desplegaron sobre Britania, el sur y el este de la isla cayeron con una rapidez que hubiera hecho sonrojar a más de un jefe tribal. Algunos pueblos se rindieron sin resistencia; otros se alzaron en armas y fueron sucesivamente aplastados. Pero no todos. Carataco, hijo del rey Cunobelino, noble entre los catuvelaunos y, para desgracia de los romanos, hombre de voluntad terca, no se entregó sino que huyó hacia las tierras agrestes del oeste, lo que hoy llamaríamos Gales y, desde allí, al frente de una alianza entre los siluros y los ordovices, mantuvo viva la llama de la rebelión durante casi una década.


Durante nueve años, Carataco fue un quebradero de cabeza para Roma. Un jefe montañés, sí, pero también un estratega incansable y un símbolo incómodo de resistencia. No fue hasta el año 51, tras incontables escaramuzas, que Publio Ostorio Escápula, gobernador romano con menos paciencia que piedad, logró derrotarlo. Carataco, sin embargo, no fue capturado en el campo. Escapó. Y como tantas veces ocurre en la historia, no fue el enemigo quien lo derribó, sino la política.


Buscando refugio, se internó en territorio de los brigantes, confiando quizá en la hospitalidad de Cartimandua. Craso error. La reina, aliada de Roma, vio en aquel fugitivo algo más que un huésped incómodo: vio una oportunidad. Lo entregó sin contemplaciones. Un gesto que, a ojos de Claudio y su corte, valía su peso en oro. Carataco fue encadenado y enviado a Roma, donde sería exhibido como trofeo en el desfile triunfal del emperador.


Tácito, que rara vez elogia a nadie sin razón, describe a Cartimandua como astuta. No le faltaba razón. Con aquel acto, la reina de los brigantes no solo reforzaba su alianza con el Imperio, sino que contribuía a cerrar un capítulo sangriento de la conquista de Britania. A cambio, recibió favores imperiales, riquezas... y la enemistad eterna de aquellos que aún soñaban con una Britania libre.


La reina y sus hombres


Cartimandua no sólo supo manejar la política, también conocía los pasillos del poder más íntimo. Estaba casada con Venucio, noble brigante, con quien formaba un tándem real. Durante un tiempo, él toleró sus alianzas, pero cuando ella lo dejó; y no por un general romano, sino por el escudero del mismo Venucio: Vellocato, la humillación fue demasiado grande para el esposo.


Venucio pasó de esposo a enemigo y encabezó una revuelta, apoyado por los sectores más antirromanos de los brigantes.


Cartimandua, reina aún pero ya en la cuerda floja, pidió ayuda a Roma; y Roma, que no abandonaba a sus aliadas útiles, respondió.


La primera rebelión fue sofocada, pero la semilla de la caída, de la derrota, ya estaba sembrada.


El fin del juego


En el año 69, Roma ardía en su propia guerra civil, corría el llamado Año de los Cuatro Emperadores. Las legiones tenían cosas más urgentes que hacer que defender a una reina brigante (tribu celta). Venucio lo supo y atacó de nuevo; pero esta vez Cartimandua no tuvo respaldo y fue derrocada. Desapareció de la historia.


Nadie parece saber qué fue de ella. Quizá terminó sus días bajo protección romana, vieja, cansada y sola; o tal vez murió como había vivido, rodeada de intrigas, en algún rincón del norte, odiada por unos, recordada por pocos.


¿Traidora o estratega?


Depende de a quién se le pregunte la reina era una traidora o una estratega. Para Roma fue una aliada valiosa. Para los britanos, una traidora. Para los historiadores, un enigma.


Fue una mujer que se atrevió a hacer política en un mundo de hombres y espadas. Eligió el poder sin recurrir al campo de batalla y entendió que la lealtad es siempre una cuestión de perspectiva.


Cartimandua no luchó hasta el final. No ardió como mártir porque jugó sus cartas. Ganó durante veinte años y, después, todo cambió, perdió y pasó a la historia.

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