La democracia, se nos dice, está en crisis. Quizá en su mayor crisis desde que hace un siglo emergieran por Europa los distintos totalitarismos, en los famosos años veinte y treinta con los que tanto se compara nuestro tiempo histórico. Desde el balcón de nuestros sistemas políticos se divisa un complejo de viejos y nuevos problemas que ponen a prueba la efectividad de las democracias liberales (cambio climático, internet y la aceleración tecnológica, desigualdad, migraciones, pandemia o paro). Lo hacen, además, en un momento en el que las propias instituciones sienten que el suelo se mueve bajo sus pies, aquejadas por una mezcla de problemas políticos que van desde la polarización y la posverdad hasta los ya clásicos temas del populismo, la Unión Europea, la descentralización o la crisis de la representación.
La política, además, no sólo se hace en las instituciones, sino que el conjunto de la sociedad parece haberse visto afectada por ese suelo movedizo que tantas veces vinculamos con las redes sociales y con la constatación de que internet no ha mejorado la conversación pública. La democracia, nos recuerdan tantos analistas, está en crisis, pero no sabemos si esta se debe a un exceso o a un defecto del pueblo, a un exceso o a un defecto de conocimiento experto, a demasiado globalismo o, por el contrario, a demasiado localismo.
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