Las palabras son naves cargadas que sin velas ni timón, navegan a la deriva. Pero cuando el viento de la voluntad hincha sus velas y a éste lo tripula el capitán, tienen la fuerza para cumplir al pie de la letra su ruta. Un bajel tenía que partir hacia una lejana ensenada. Pero, al llegar a los arrecifes de mis dientes, allí se quedó varado. El viento del temor y las olas de la inexperiencia azotaban su casco de una manera enfebrecida. El navío amenazaba con zozobrar de un momento a otro. Para que encontrara las fuerzas necesarias, desencallara y realizara el trabajo para el que había sido concebido, se le otorgó el conocimiento necesario para nacer frente a los elementos. Pero la marea era baja, los escollos eran sobresalientes y por su cuenta, el velero decidió decir otra cosa y creyó haber concluido con la rompiente que le retenía. Entonces, quedose el yate invernando hasta que pasara la tormenta interior. Muchas cosas sucedieron que no debieron acontecer si el buque hubiera llegado a pronunciar lo que era su deber. Pero una vez sucedido, ya no tenía vuelta atrás. Para que la embarcación desembarrancara de su mutismo y cruzando la distancia que le separaba de su receptor, atracara en aquella lejana bahía. La estación propicia tenía que llegar. La luna hizo acto de presencia. Y la marea realizó el resto del trabajo para que la nave se deshiciera de aquel atolón. Aunque, una vez el barco fondeó justo en su puerto, las consecuencias fueron impredecibles...
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