Desesperado, cada día salgo a la calle con la esperanza de volverte a ver. Cuando entro en el bar donde suelo encontrarte, a veces te veo ocupada trabajando con algún cliente, y siento celos. Celos de que otra persona te pueda tocar. Entonces, pido a la mesera lo mío, me siento donde ya sabes, y espero a que tu usuario se haya saciado.
Para que no se me adelante nadie, de vez en cuando levanto la cabeza y, con disimulo, os miro de reojo para ver si habéis acabado. Pero cuando compruebo que tu parroquiano mantiene su cabeza hundida entre tus extremidades, me impaciento. Para calmarme, me convenzo de que solo es tu trabajo, que eres muy profesional y sabes separar lo que es tu sustento de lo que es placer.
Aun así, tengo que librar una fiera batalla en mi interior para no levantarme, ir hacia él, cogerle del pescuezo y arrojarlo al suelo. Lo peor es cuando le veo sonreír mientras babea. Abierta de par en par, te tiendes encima de la mesa y te dejas manosear a su antojo. Y veo que le cuentas cosas que no puedo imaginar. Y él te contesta moviendo los labios sin emitir sonidos. No lo puedo soportar.
Para acabar con este inhumano sufrimiento, pienso hacerme suscriptor de la prensa. He comprobado que no soy hombre al que le guste compartir; te quiero solo para mí. No puedo soportar que el periódico que voy a leer haya pasado de mano en mano como la falsa “monea” de Sarita Montiel. ¡Uf, no puedo más!
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