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No es racismo

Vamos con un ejemplo práctico y conocido por la población en general, como son las «conductas racistas» apreciadas en estos últimos tiempos en los campos de fútbol
Kepa Tamames
martes, 7 de enero de 2025, 12:33 h (CET)

Ni es oro todo lo que reluce ni racismo todo lo que se identifica como tal. Hemos llegado a un punto de histeria colectiva con esto de la corrección política que casi atajamos si algo se considera discriminatorio, salvo que se demuestre lo contrario.


Pasa con el racismo, naturalmente. Si aparece en el escenario un negro, un magrebí o un gitano, la cagada está cociéndose a fuego lento. Y si el supuesto agraviado goza de cierta relevancia social, la cosa empeora. Y ya si se trata de un jugador de fútbol de moda, podemos darnos por jodidos.


Y a mí lo que más me sigue llamando la atención es que adosamos este y otros tantos adjetivos similares sin siquiera consultar el diccionario, por ver si en efecto coincide su significado con lo que queremos transmitir a través de su uso. Porque para eso está el lenguaje y sus normas, digo yo. Pues parece que no, porque aquí cada uno espeta unidades lingüísticas por esa boquita y se queda tan pancho, aunque nada tenga que ver el epígrafe con los hechos probados.


Rebobinemos. Racismo [solo] es la actitud injustamente discriminatoria ―que conlleva la negación de derechos básicos de forma arbitraria― contra un individuo o grupo perteneciente a una raza concreta, y por esa única razón. Vamos, que si denunciamos a alguien de tez cobriza por habernos robado la cartera no incurrimos en un comportamiento racista. ¿Se entiende, o hay que abundar en la explicación? Como sé que ni aun así se comprende, abundaré en ello.


Sería racista, sí, presuponer que el ladrón es ese «moreno» entre todos, por tener una animadversión cultural hacia los de piel oscura, y considerar por tan inconsistente razón que esa gente ha de tener reconocidos menos derechos fundamentales que los demás. ¿Tampoco ahora?


Bueno, pues iremos con un ejemplo práctico y conocido por la población en general, como son las «conductas racistas» apreciadas en estos últimos tiempos en los campos de fútbol. Le gritan a un africano groseros exabruptos del tipo “¡puto negro¡”, “¡negro de mierda!”, o el denigrante “¡Vete a vender pañuelos al semáforo!”. Todo ello aderezado de recuerdos a su madre y a la adosada profesión de la señora, y ya de paso a la familia completa. Cierta prensa acude al cadáver como buena especie carroñera, y la etiqueta preside todo titular que se precie. Pues bien ―y ahora es cuando me la juego―, no me parece a mí que tales regalitos bucales, siendo repugnantes en toda su extensión, hayan de tener el carácter de «racista» por defecto. 


Como imagino que más de un lector me estará haciendo vudú a estas alturas del artículo en la intimidad de su dormitorio, me apresto a ofrecer una explicación somera de mi apreciación. ¿Considera necesariamente el insultador que los negros merezcan ser relegados a una segunda categoría moral? No, porque compra sin mirar el precio la camiseta con el nombre de un jugador negro azabache en la espalda: es de su equipo. ¿Cree el bocachanclas que está bien mentar a la mamá del susodicho solo por su relación materno-filial? Tampoco, porque al carrilero del equipo de sus amores le grita “¡Viva la madre que te parió!” cada vez que corre como una gacela por su banda. ¿Entonces? ¡Pues entonces no estamos ante una actitud racista, coño, que todo hay que explicarlo! Porque digo yo que si a un chino le lanzas flores y a otro le besas los pies, no cabe hablar de «chinofobia» en grado alguno, ¿verdad? Si un servidor se ha perdido algo, yo rectifico las veces que haga falta. Pero si el proceso deductivo aproximadamente resulta, pues ya está, como decía el otro.


Estas cosas, lejos de quedarse en lo anecdótico, son muy serias, y como tales debiéramos asumirlas y analizarlas. Mas parece que ya uno de los dos ejercicios resulta harto costoso para la mente perezosa, con lo que ambas juntas se presenta como un esfuerzo sobrehumano.


Pocas veces asistí a un partido de fútbol in situ, pero siempre salí con los tímpanos enrojecidos, y no tanto por el volumen del griterío cuanto por la vergüenza de lo escuchado a venerables padres de familia, a jóvenes universitarios, a niños que no levantaban tres palmos del suelo, todos a una no ya contra el delantero que derribó por lo criminal al astro local, sino que osó marcar un gol por la escuadra de «nuestro» portero despistado. Pareciera que el “¡hijoputa!” de turno les quemara en la boca y necesitaran expulsarlo a la menor ocasión, justificada o no. Y si los jugadores del equipo contrario tienen razones para quejarse, ya me dirán las que tiene el árbitro de turno, que ya entra al terreno de juego con el gargajo puesto.


Y hablo de jugadores «propios» y «ajenos» ―aquellos excelsos, estos despreciables―, pero es que aquí el rizo se puede rizar hasta casi el infinito, porque el piropeable pasa a insultable con solo fichar por otro equipo. Siendo así, ¡ya me dirán ustedes qué porquería de racismo es ese que alaba e insulta al mismo paisano según la camiseta que vista!


Ahora van y lo cuentan. Y si les apetece, le ponen nombre al paisano, porque sobran estos en el panorama deportivo actual.

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