La telenovela pertenece a la narrativa que rescata la pasión amorosa popular. Sus textos han perdido aquella melancolía de Charles Baudelaire cuando se legitimó en sociedad el derecho a sufrir el amor-pasión con locura, como lo hicieron los boleros o lo hizo también el tango, y la crítica literaria comenzó a ocuparse de sus guiones. Con un léxico más o menos precario en sus inicios y un formato un poco rígido que desconocía el movimiento y la sonoridad del cine y de las producciones televisivas posteriores, el radioteatro y los folletines impresos en revistas, habían estado defendiendo muy bien, sin embargo, la polivalencia de la época: ser amado, algo así como sufrir la gesta de la traición y la intriga. Resultaba imperioso contarlo.
Las series televisivas noveladas han dejado de ser también un mero subgénero literario. Hoy estos formatos satisfacen los mercados masivos de la televisión abierta y cerrada y exportan cultura pues validan costumbres, idiolectos, valores sociales. Lo que antes era considerado un melodrama consumido solo por amas de casa, trabajadoras domésticas y estudiantes que escapaban de sus obligadas tareas escolares en horas tempranas vespertinas, ahora es campo de investigación para los estudios de época y se transmite en horarios de público masivo. Y lo que comenzó en el mundo latino e hispano, conquista al planeta, incluido el mercado turco, el europeo y asiático y mantiene a anunciantes e inversores; entretiene a hombres y mujeres de cualquier edad. El ocio se transformó en transversal.
Se tratan las telenovelas, de relatos sobre un amor “como no hay otro igual”, cuya gesta sostienen vestuaristas, actores, directores, camarógrafos, sonidistas y productores. ¡Y los crean los guionistas, y los aplaudimos los usuarios! Abundantes en tópicos, las telenovelas requieren para llegar a buen término de inversiones. Estas han decaído en países emergentes y en crisis como Argentina, delimitada de momento a exportar talento sustitutivo a las nuevas plataformas y a la espera de una pronta reposición de esas historias inolvidables, algunas de las que citaré con las debidas disculpas (mi enumeración no será taxativa).
Recuerdo “Como te quiero” (la veían mamá y mis tías, 1952), pasando por “El amor tiene cara de mujer” (1964) – antes de repasar mis lecciones de Geografía e Historia, no me sacaban del televisor ni bajo amenaza de quitarme el postre por ver sus capítulos, a veces a hurtadillas -, y no me olvido de “Rolando Rivas taxista” o de “Piel naranja” y “Pobre Diabla” (se paraba el país para verlas), ni dejo de citar “Dos a quererse”, “Cuatro hombres para Eva” (de los años 70); “Gasoleros” y “Verano del 98”, dos exitazos de los 90, y “Costumbres argentinas” y “Los Roldán” de los 2000. Todos, ejemplos de lo que nuestros guionistas y directores de televisión, actores y camarógrafos hicieron y pueden hacer.
En esta ocasión, sin embargo, me ocupo de “La Promesa”, una serie española, de verdadera orfebrería y puntillismo, construida con un redoblamiento del género, que apuesta a la verosimilitud de su tiempo y espacio con una lectura retroactiva del pasado desde una mirada sólida y vigente. No es casual que lleve cuatro temporadas. Se trata de una historia familiar que transcurre durante el Reinado de Alfonso XIII, inicia en el año 1913, con los conflictos entre naciones cercanos al estallido de la primera Guerra Mundial, y se desarrolla en el Valle de los Pedroches, en Córdoba - el sur andaluz español, el de las Tres Culturas-. Lucen los jardines del palacio casi como personaje secundario: la locación del castillo, cuidado y bellísimo, en la obra pertenece a los Marqueses de Luján, cuyos hijos, a su juicio problemáticos y rebeldes (uno fallecido y la otra emigrada a Nueva York para avanzar como diseñadora de moda y olvidar algún pecado amoroso de juventud), desafían sus rígidos protocolos sociales a cada instante.
“La Promesa”, una joya por donde se la mire, acaba de obtener el premio Emmy Internacional; destaca su banda sonora, con canciones a cargo de Álex Conrado y música sinfónica por la Filarmónica de Praga, según reza su ficha técnica, que todos pueden ver en internet y gozar a diario en la televisión española. Lenguaje poético, popular, que entrecruza chascarrillos y humor con la pesada carga del trabajo (aún bastante esclavizado), distribuida precisamente entre cocineros, doncellas y mayordomos. También, los nobles sufren sus desgracias: el azar de la vida que no alcanzan a controlar ni con su linaje ni con su patrimonio…
Se trata esta telenovela de una profunda recreación de prejuicios, historias y malentendidos, propios del amor y en familia; de intrigas entre nobles y servidores, con parlamentos agudos, que te llevan del drama y la tragedia a la alegría y creencias andaluzas y de la tristeza, a la alternancia del humor y la solidaridad entre compañeros, parientes, amigos. Las historias bien contadas y muy bien interpretadas, junto a vestuaristas, iluminadores y maquilladores de primera valen más que cien tratados sociológicos sobre los estilos de vida de principios del siglo XX.
¡Por muchas temporadas más, pues, de “La Promesa”! Tal vez haya que recordar que el arte y las letras no producen gastos. Son una inversión: para representar a los países y sus gentes, no basta la actividad ritual y burocrática de embajadores, cónsules y agregados culturales en el extranjero, pues se pierde a veces la valía de la alta expresividad narrativa, como en el caso de “La Promesa”.
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