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Las lecciones de empatía de Cayetano Rivera

Cuando se mata a quien se jura amar y respetar
Julio Ortega Fraile
viernes, 14 de octubre de 2016, 00:01 h (CET)
¿Qué sentiría en su conciencia, y en sus entraňas, si ahora saliese a la luz un vídeo inédito de Hitler en el que se le oyese decir:

—"Ojalá la humanidad se amase y respetase tanto entre sí como yo amo y respeto a los judíos", y acto seguido se marchase a inaugurar Dachau?

¿Qué hemos de sentir, de pensar, de hacer, cómo hemos de apretar los puňos y qué vómito hemos de contener escuchando las palabras de Cayetano Rivera, matador de toros, declarando que desearía que esos que se hacen (que nos hacemos) llamar animalistas le profesaran (profesáramos) a las personas tanto amor y respeto como él le tiene toro, y contemplar cómo tras soltar eso se aleja de la cámara para torturar a un par de ellos?

A mí con esto se me antoja muy canijo el diccionario. Palabras como repugnancia y calificativos como canalla no reflejan ni la décima parte de lo que ese torero me produce y creo de él, pero consigue revolverme todavía más, y mira que es difícil, que aún haya ciudadanos ciegos y sordos no ya sólo ante el sufrimiento de los animales en la tauromaquia, sino también ante la desfachatez, la hipocresía, la prepotencia y la ruindad (también estos sustantivos se quedan cortos, muy cortos) de un individuo (y no es el único en el ámbito de su profesión) que además de hacer de una carnicería lenta y cruenta de los toros su modo de ganarse la vida nos toma por gilipollas profundos.

Y a pesar de todo, incluidas las náuseas, prefiero esta última explicación, porque no quiero ni pensar que lo que realmente le apetece es que los animalistas salgamos a las calles y, algunas tardes, a partir de las cinco, apuñalemos a mujeres y le cortemos las orejas y el pene a hombres (eso públicamente, a puerta cerrada podríamos multiplicar impunemente el sadismo), porque en eso es en lo que se traduce su maldito amor y respeto a los toros. Y no lo digo yo, hablan sus actos.

Sí, nos contó eso y se fue a torear, o sea, a torturar toros hasta acabar con su vida, pero antes añadió que lo hacía por Adrián -el niňo enfermo en cuyo nombre se organizó esa corrida- y deseando verlo convertido en torero. No me imagino a un antiesclavista pagando el precio de un esclavo por respeto y amor hacia él y enviándolo después a la arena de un circo a matar o a ser muerto por leones, pero sí soy capaz de recordar corridas "benéficas" y recientes en las que el beneficiario recibe calderilla o en las que las cuentas se ocultan. Para cualquier duda contactar con Perera o con el Juli.

No me imagino, es imposible, a Cayetano Rivera dándonos lecciones de empatía, cuando sus manos manchadas con la sangre de seres inocentes ahogan en una crueldad real su hermosa y embustera teoría.

Pero si me imagino, y veo, y no me asombra por más que me produzca arcadas, cómo el lobby taurino es capaz de hacer suya la reflexión, no exclusiva entre los violentos, de que aman a quienes matan, yazga el cadáver de su adoración en un portal o en un albero.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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