La personalidad de cada pueblo —forjada y modelada por los diversos avatares históricos que se van sucediendo a lo largo de los años y que van dejando huellas, a menudo indelebles, en generaciones y generaciones de seres humanos, que, al fin y al cabo, son los signos en los que una colectividad se reconoce a sí misma como nación histórica y cultural— es, por más que algunos se empeñen, una vez incardinada en una estructura sociopolítica asentada, una idiosincrasia nacional prácticamente inextinguible. Podrá desaparecer, incluso, el Estado; pero, por lo general, no la nación.
El caso de España es paradigmático en este sentido: del siglo XVI en adelante, sobre todo, a pesar de los numerosos intentos externos e internos (especialmente desde finales del XIX) de disolución de la nación española, nada se ha conseguido. Es más, los que con más empeño y ardor se entregaron en el pasado y lo hacen en el presente a la tarea de la destrucción, división y secesión rezuman en sus ansias un odioso españolismo secular del que no se pueden desprender, so pena de querer despellejarse, porque negarse a sí mismo o es vano o es suicidio. ¿Acaso se imaginan un chulapo más arquetípico, más de zarzuela, que D. Gabriel Rufián; un Lazarillo más buscavidas que D. Félix Bolaños; un D. Pablos más ambicioso que D. Pedro Sánchez; una Celestina más zalamera que D. José Luis Rodríguez; una Brígida (no la santa, sino la que “cuidaba” de doña Inés) más despabilada que Dña. María Jesús Montero, diciendo a su ama “no pasarán”; un Marcos Ciutti más devoto con su amo que Dña. Yolanda Díaz; un Berenguer Ramón II más fratricida, empecinado, fracasado e intrigante contra el Cid que D. Carles Puigdemont; unos Honzingera y Panarizo más ajustados que D. Andoni Ortúzar y D. Arnaldo Otegui o un Mendrugo más incauto que D. Alberto Núñez, conviviendo los tres en jauja?
Y, sin duda, el rastro de la personalidad nacional española no solo se encarna, sino que, desde luego, se hace verbo, pues se refleja, de modo singular, en la lengua, particularmente en sus refranes o proverbios. Baste como muestra la conocida expresión “dime de lo que (qué) presumes y te diré de lo que (qué) careces”, que sobrevive desde tiempos inmemoriales en virtud del arraigo en la sociedad española de la incoherencia que denuncia la sentencia entre lo que se dice ser y lo que se es en realidad: un alarde de jactancia, fanfarronería, ostentación y vanagloria vanas que parece una más de las enseñas (junto con la envidia y las referidas más arriba) transversales al carácter plurinacional de nuestro Estado, que, paradójicamente, son las que, a falta de conocimiento intelectual de nuestra historia, nos sostienen, por intuición de lo común, creo yo, como nación.
En esto (como en los múltiples y frecuentes cambios de opinión), precisamente, en la concreción de este dicho popular que ha realizado recientemente nuestro presidente del Gobierno, reconocemos su españolidad atávica indiscutible: él, que presume insistentemente de demócrata, nos enseña qué es una dictadura, sin mencionar a Venezuela ni la colonización de las instituciones por parte del poder ejecutivo; sin mentar, tampoco, el acoso a medios de comunicación o a jueces. Nos adoctrina sobre qué es el autoritarismo, sin nombrar los reales decretos, así como sobre cuáles son los peligros de razonar si no se tiene una sólida formación progresista. Nos sugiere que la libertad de expresión solo es tal si es de pensamiento único (a saber, del suyo, independientemente de cuál sea en cada coyuntura), de ahí la “fachosfera”, o nos intenta persuadir de que la libertad y la democracia comenzaron en España con la muerte de Franco, en 1975, y que, por tanto, el modo de celebrarlo y de unir a los españoles en un sentimiento democrático renovado es dedicar este año 2025 a rememorar fastuosamente la vida del dictador, a desenterrarlo ideológicamente, olvidándose de los posteriores —particularmente del 76, del 77 y, muy especialmente, del 78, tan vituperados, vilipendiados y desdeñados por el poder actual—, que se dedicaron, precisamente, a sepultarlo con paladas y paladas de libertad, poniéndole una losa impecablemente democrática que se llamó Constitución Española.
Por cierto, “Libertad sin ira” se compuso en 1976 por un grupo llamado Jarcha, al que movía un deseo indiscutible de unidad y fraternidad entre españoles y una esperanza y un entusiasmo no impostados ante el futuro democrático. Lo de esta semana después de la homilía de cartón piedra de Pedro Sánchez, con una muchacha que parecía que acababa de levantarse de la cama con resaca para ir al baño y, no se sabe cómo, se encontró sentada en un taburete con una guitarra, un himno cansino a la decadencia, un digno broche a tanta verborrea fatua.
|