Dice el diccionario de la RAE que la idiocia es una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, un trastorno congénito o desarrollado durante la infancia; por tanto, entiendo yo, una enfermedad, algo ajeno a la voluntad y al comportamiento consciente del individuo, con lo que, consecuentemente, quienes la padecen han de ser dignos de conmiseración. Lo curioso, al menos en mi opinión, es que la RAE proponga como término sinónimo “idiotismo”, que, a su vez, lo es de “ignorancia”, y esta, de “desconocimiento”, “incultura”, “analfabetismo”, “ineducación”, “desinformación” e “inconsciencia”. Y, dado que aquella y sus equivalentes no pueden ser consideradas circunstancias sobrevenidas, inesperadas, a uno ya le cabe la duda de si el idiota es un enfermo, un ignorante, un inculto, un analfabeto, un bruto, un desentendido o un vivalavirgen y de si, independientemente de la causa originaria de la idiotez (salvedad hecha del trastorno), el idiota (a saber, el tonto, el estúpido, el cretino, el imbécil, el bobo, el memo, el necio o el mentecato, no sea que vaya a parecer que soy un ser obcecado y excluyente) es también merecedor de compasión y clemencia.
El caso es que otra cosa no, pero, aun a riesgo de ser visto como un engreído (una de las numerosas formas de ser idiota), me atrevo a afirmar con rotundidad que es indiscutible que, en España, a pesar de la merma progresiva de libertades individuales en general —a base de empacharnos de torcidos derechos—, gozamos de una época dorada en lo tocante a la libre expresión de la idiotez; es más, los poderes públicos son crecientemente proactivos con el fomento de la diversidad en este campo: solo hace falta fijarse en buena parte de las campañas publicitarias de los ministerios —particularmente en las de los más implicados en las denominadas políticas culturales, educativas y sociales progresistas— o en las declaraciones diarias de las vicepresidentas (repartiendo alegremente impuestos igualitarios y empobrecedores la una y felicidad, “piquiños”, consejos papales y tiempo libre la dos), en las lecturas atropelladas y contradictorias de la portavoz del Gobierno, en el diario desparpajo “bulocrático” improvisado del “pluriministro” plenipotenciario —justiciero implacable con la justicia— o en las engoladas e incultas manifestaciones del ministro del ramo; todos ellos ejemplos señeros de la multilateralidad y carencia de prejuicios sobre el particular de nuestros dirigentes.
De este modo, como la lluvia fina, la ineducación prolongada va calando, allanando así el camino para conformar una mayoría social con perspectiva de género tonto. Y es que las políticas perseverantes a favor de la “multinecedad” acaban dando sus frutos, hasta tal punto que, entre las muchas variantes de la estupidez, contamos hoy con un catálogo nacional en constante progresión —envidia del mundo entero por su riqueza y multiplicidad—, en el que cualquier memo puede encontrar acomodo y sentirse orgullosamente parte activa de la insensatez oficial.
Al contrario que con el Gobierno, que representa todas las sensibilidades, no nombraré aquí a ningún representante destacado de ninguna de las facciones de la ignorancia y de la desinformación patrias por dos razones: la primera, porque seguro que se me olvidaría alguno o dejaría a alguien fuera (aunque, en ningún caso, a los metepatas históricos contumaces interesados recientemente por las prelaturas y los ogros naranjas), y no querría que nadie se sintiera ofendido o ninguneado; en segundo lugar, porque los realmente importantes son los idiotas anónimos, los que son capaces, con su imbecilidad, de acordar mancomunadamente quién los representa. Por estos motivos, precisamente, sí merece la pena destacar a alguno de los grupos más relevantes, en la medida en que son, a mi juicio, los más influyentes en el devenir de la vida del país, los que dibujan una imagen más ajustada de la realidad actual.
Así, nos encontramos con los tontos conversos, aquellos que en su día reflexionaban y tenían criterio, pero que, por flojera o por conveniencia, se dejan ahora arrastrar plácidamente por la corriente, entre los que destacan periodistas, comunicadores sectarios, activistas de sí mismos y tertulianos multitarea, y que, como es habitual en los desleales, dan lecciones de pureza ética e intelectual. Otro colectivo importante lo forman los tontos vocacionales, esos a los que los sociólogos y politólogos dedicados a la demoscopia suelen calificar como suelo electoral, que tienen en la irreflexión la razón de ser de sus vidas, porque no hay nada más auténtico y más castizo que no cambiar jamás de idea y apoyar bobalicona y cerrilmente a los que nos dicen que son como nosotros. A veces confundidos con los anteriores, se encuentran los tontos tradicionales, que añaden a lo dicho el hecho de pertenecer a verdaderas sagas familiares cuasilegendarias de firmes convicciones infundadas e inamovibles, que presumen frecuentemente de haber heredado la pertenencia con carné a tal o cual colectivo político. Cómo no mencionar en este elenco a los bobos de baba, la quintaesencia de la estupidez, de una integridad desinteresada conmovedora, cuyo buenismo de mechero encendido en un concierto para culturetas elegidos acaba causando estragos en las vidas de los más desfavorecidos. En otro orden de ignorantes, he de decir que los tontos del culo (expresión idiomática que nada tiene que ver con la homofobia, preciso) siempre me han resultado curiosos, porque, convencidos de ser listos o inteligentes (ambos rasgos simultáneamente no pueden darse, porque la corrupción, por más que lo aparente, no es un signo de inteligencia) creen poseer una especie de intuición infalible que jamás los abandona y que los guía con mano firme por las procelosas aguas de la moderna complejidad social, lo que puede que tenga algo de cierto, porque, la verdad, casi siempre acaban flotando agarrados a alguna ayuda o subvención. Y, para finalizar, me gustaría dedicar unas palabras a uno de los colectivos de más reciente incorporación al universo de la cretinez, el de los tontos a las tres, que, habitualmente, se las van dando de entendidos revestidos de inmunidad intelectual y de sabiduría divina (un modo de destacar entre la plebe, de huir de la vulgaridad), pero que, en realidad, son tontos vocacionales tuneados con ínfulas y valores muy aparentes, pero de mercadillo.
Desde luego, aquí, el que no es idiota es porque no quiere, porque no será por falta de oferta pública.
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