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Etiquetas | Ejército | ACTUALIDAD

Rancio anticapitalismo

Juan López Benito
viernes, 21 de octubre de 2016, 00:08 h (CET)
Ha vuelto a quedar constatado tras la celebración del 12 de Octubre: una parte de la clase política, sigue tristemente anclada en los añejos discursos antimilitaristas que ya brotasen en la España de la Restauración

¡Hay que suprimir el desfile militar del Día de la Hispanidad! Claman vehementemente los más apasionados y arcaicos dirigentes políticos.

En la España de la Restauración un buen número de escritores, oradores, periodistas o políticos cargaban incesantemente contra el Ejército al que acusaban sin pudor de todos los males del país. Una ola de antimilitarismo recorría España pero también lo hacía por el resto de Europa avivado por el affaire Dreyfus. Los militares no podían comprender esos encarnizados ataques, ese desprecio hacia lo castrense en prestigiosas rotativas que presumían defender el orden. No asimilaban ese desprecio hacia lo militar en novelas de prestigiosos autores, ni ese permanente ultraje desde diversas tribunas, “en torno a los valores sagrados que encarnan la ley, la disciplina, o el patriotismo”. Si el ejército cumpliendo órdenes acometía duramente contra huelguistas o alborotadores se les llamaba criminales; si no lo hacía cumpliendo las directrices de las autoridades civiles los periodistas se mofaban de su debilidad.

Un espacio muy recurrente en su burla para con el ejército lo ocupaban las crónicas sociales, esencialmente si el relato tenía como marco un teatro. La chanza hacia los uniformes del ejército era como suele decirse un verdadero “clásico”. Paradigmático de lo señalado, expongo un texto publicado en el Imparcial, que narraba la función incluida dentro del programa de festejos derivados de la boda de Alfonso XII con María Cristina en 1879. El cronista encaramado en la tarima de prensa reseñaba sarcásticamente:

“Desde tan elevadas buhardillas se nos presenta el público en originales escorzos que no imaginó si quiera el gran pintor de la Capilla Sixtina. Algunos de estos uniformes nos producen cierta risueña melancolía, porque nos rememoran a los tiempos en que jugábamos con los soldados de palo pintado que se vendían en las tiendas de alemanes. Decía una señorita a su mamá ¿Irán con estos uniformes a la guerra? – Dicen que sí, pero yo estoy segura de que antes de empezar la batalla si son personas arregladas se quedarán en mangas de camisa (…) En este país democrático por excelencia… vestirse de semidiós civil es un acto heroico, es desafiar la sátira de los conciudadanos. Pase porque los funcionarios administrativos tengan uniforme, pero lo que encuentro ridículo es que ciñan espadín ¿En qué batalla tienen que vencer? ¿A qué adversario tienen que matar?- ¡Oh! ¡Muy al contrario, es sensible que no lleven de diario el espadín! Sería un instrumento inmejorable para sacudir el polvo a los expedientes (…)”.

Hay que reconocer que estos escritos atesoraban un nivel de talento y agudeza bastante superior al efectuado, desde sus plataformas mediáticas, por los indoctos acusadores que transitan por nuestro atribulado horizonte. No obstante, encontramos otra sustancial diferencia, mientras que en aquella época el Ejército se sentía cada vez más aislado, percibiéndose como el único organismo sano dentro de un sistema totalmente podrido y enfermo, en la actualidad como por cierto, quedó demostrado a través de los datos de audiencia que alcanzó el desfile en televisión, nuestras Fuerzas Armadas suscitan entre los ciudadanos españoles, un generalizado afecto y admiración.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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