
1.- Retrato de San Martín de Porres, siglo XVII, que se conserva en la iglesia Monasterio de Santa Rosa de Lima. Es el más fiel a su apariencia que se conserva y presenta gran similitud con la reconstrucción científica de su rostro realizada en 2015. 2.- Reconstrucción facial que hizo el Equipo Brasileño de Antropología Forense y Odontología Legal (Ebrafol), a partir del análisis de su cráneo, agosto de 2015. 3.-Pintura anónima del santo, con hábito de hermano lego dominico: túnica blanca, escapulario, capucha negra y capa negra, con la escoba, pues sagrado consideraba todo trabajo por humilde que fuese. A veces se lo representa con un perro, un gato y un ratón comiendo del mismo plato pacíficamente.
Martín de Porres, mulato y santo, nació en el virreinato del Perú un 9 de diciembre de 1579, en una Lima que olía a incienso, a pólvora y a sudor de guerreros y de esclavos. Su madre fue Ana Velázquez, negra panameña, su padre, un caballero español, Juan de Porras de Miranda, que nunca pudieron casarse, pese a que la sociedad colonial que se formó tras el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo fue muy dada a la mezcolanza racial, sabemos que los mismos conquistadores casaron con indígenas. Pero en aquella sociedad colonial, el color de la piel dictaba destinos más implacablemente que Dios, recordemos que hasta no hace mucho se pensó que los negros no tenían alma. Con todo lo que hubiese en contra, Juan reconoció a su hijo Martín, aunque sin darle más que el apellido y algo de dinero. Creció en la pobreza, entre la marginación que sufrían los suyos y la fe que su madre le inculcó desde la cuna.
Los padres de San Martín de Porres, Juan de Porras de Miranda y Ana Velázquez, no se casaron porque en la sociedad colonial del Virreinato del Perú existían fuertes barreras sociales, más que raciales, que impedían matrimonios entre personas de diferentes clases. Incluso en España, un matrimonio entre un señor y una criada debía ser matrimonio secreto, de conciencia, pero sin celebración. Esta mentalidad se traslada al Nuevo Mundo. Juan de Porras era un noble español, caballero de la Orden de Alcántara, mientras que Ana Velázquez era una mujer negra, probablemente descendiente de esclavos y de condición humilde.
El matrimonio entre personas de distinta raza y condición social no estaba prohibido formalmente, pero no estaba bien visto por las élites coloniales, que seguían estrictas normas de linaje y estatus. Además, Juan de Porras, al formar parte de una orden militar y ser noble, debía mantener limpieza de sangre y “pureza" en sus relaciones, lo que dificultaba aún más la posibilidad de casarse con Ana.
A pesar de no poder casarse, mantuvieron una relación de amancebamiento o ilegítima, pues no había sido bendecida en Santo Matrimonio, algo común en la época. De esa unión nacieron Martín de Porres y su hermana Juana. Aunque en un principio Juan de Porras no los reconoció legalmente, con el tiempo decidió hacerlo, dándoles su apellido y asegurando cierto sustento para ellos.
San Martín de Porres ingresó al Convento de Santo Domingo de Lima en 1594, a la edad de 15 años, bajo la categoría de donado. En la jerarquía eclesiástica, un donado era alguien que, por diversas razones, no podía ser admitido como fraile de pleno derecho, pero que ofrecía su trabajo y servicio al convento a cambio de alojamiento y sustento.
En el caso de Martín, su condición de hijo ilegítimo y mulato le impedía acceder directamente a la vida religiosa como fraile, por lo que empezó desempeñándose en los oficios más humildes: barbero, enfermero, cocinero, portero y limpiador. Su trabajo en la enfermería del convento lo llevó a desarrollar conocimientos empíricos de medicina y herbolaria, lo que lo convirtió en un sanador muy solicitado.
Tras nueve años de servicio y debido a su vida ejemplar, en 1603 fue admitido como hermano de la orden y, en 1606, emitió sus votos solemnes como fraile dominico, venciendo los prejuicios raciales de la época.
Ejerció pues de médico empírico, herborista y barbero y ,con eso y su fe inquebrantable, sanó más cuerpos y almas de lo que nadie imaginó. Un día, cuando el convento atravesaba una crisis económica, Martín ofreció venderse como esclavo para aliviar las deudas. El prior, conmovido, rechazó la propuesta.
Era un hombre de acción y de compasión. No bastaba con rezar; había que moverse, ensuciarse las manos. Con el apoyo de ricos de Lima, incluidos virreyes y obispos, fundó asilos y escuelas para vagabundos y huérfanos. Se le vio en calles y haciendas, predicando a negros, indios y mestizos, a los que nadie más prestaba atención. Él sí lo hacía. Y en el camino, la gente empezó a llamarlo santo.
Pero la fama no lo halagaba. Se escondía, huía de honores. Aun así, no faltaron los testimonios de milagros. Le atribuyeron la bilocación: lo vieron en Lima y, al mismo tiempo, en México o en Japón, consolando a enfermos o guiando a misioneros. Se decía que atravesaba puertas cerradas sin abrirlas, que los animales le obedecían, que hacía comer juntos a perro, gato y ratón. Y cuando alguien le pedía explicaciones, se limitaba a sonreír y decir: “Yo tengo mis modos”. Pues sí, tenía sus modos, santos, pero que los animales, supuestamente enemigos entre sí, coman en un mismo plato, no es milagro, lo raro es que la gente crea que esto es imposible. Martín tenía la sensibilidad de considerar a los animales sus hermanos, como así es realmente, todos hijos del mismo Creador, pero esto no todos lo entienden.
Martín era tan humilde que se lo conoce también como Fray Escoba y, algunos devotos en España lo nombran e invocan como “San Martinito querido”.
Cuando la muerte le rondó, lo supo antes que nadie. Las personas cercanas a Dios, las personas con bondad y cierta sensitividad, lo saben. Lo anunció con serenidad, pidió que le cantaran el credo y murió el 3 de noviembre de 1639, rodeado de fieles y de lágrimas, solo tenía 45 años. Lima entera lo lloró, sin importar clases ni colores. Tanta fue la devoción que las autoridades tuvieron que enterrarlo de prisa, antes de que la multitud se llevara reliquias.
Los milagros siguieron después de su muerte. Hubo testimonios de curaciones imposibles, de visiones, de favores concedidos. Se necesitaron siglos para que la Iglesia lo reconociera oficialmente, pero al final lo hicieron: Gregorio XVI lo beatificó en 1837 y Juan XXIII lo canonizó en 1962. Para entonces, la gente ya lo había santificado hacía mucho. En Perú, en América, en iglesias y barberías de todo el mundo, Martín de Porres se quedó para siempre como lo que siempre fue: el santo de los humildes, el que nunca dejó de servir. Fray Escoba, y así se lo representa, con una escoba en su mano o barriendo.
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