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A poco más de cinco años de la pandemia

Recuerdo lo que me dijo un amigo, escritor y filólogo: “No esperes ningún cambio drástico en nada ni en nadie”
Paula Winkler
lunes, 17 de marzo de 2025, 09:38 h (CET)

Se suele oír acerca de dos pandemias actuales en el planeta: la indiferencia y la soledad. Cuando se naturalizan estos estragos admitiendo el fracaso de la moral (y de la ética), presumo que el curso de las cosas nuestras se va agravando.


Por esto, a poco más de cinco años de la pandemia decretada en 2020 por el virus Covid-19, cuyos orígenes aún continúan siendo investigados y controvertidos, me pregunto –también mirándome a mí misma en el espejo- qué hicimos durante y después para disminuir el malestar colectivo, abrazar a los valientes médicos y personal de salud para intentar que sean los mejores pagos del mundo. A fin de no olvidar lo sucedido, en vez de revivir eternos debates, muchos de estos insólitos, acerca de las supuestas bondades o no del aislamiento y uso obligatorio de barbijos/mascarillas, que solo acaeció en algunos países y sobre los planes de vacunación, que unos cuantos niegan en honor al ejercicio soberano de la libertad individual (prefiero aclarar, en pleno siglo XXI, en honor a la estupidez generalizada de insistir en nuestros errores: para ser libres, primero tenemos que estar vivos, ¿o no?…).


Los dedicados a la escritura y a variadas, constantes lecturas solemos detectar que siempre hay un relato ficcional para transmitir o verificar alguna verdad, lo que resulta también aplicable a la realidad, aunque deberíamos poder diferenciar hechos de ideas. Sin embargo, la tarea inmensa que no ha encarado todavía con coraje, la humanidad es la de advertir que dicha tarea no consiste en la identificación de tal realidad como ficción simbólica sino en demostrar que hay algo en ese relato simbólico que es más que ficción, como dijera el pensador eslavo Slavoj Žižek. Me aclaro: cuando menos, estamos siempre frente a un síntoma que repetimos como Sísifo, dale que va.


La vida cotidiana y singular de las personas habla bastante de esto y puede servir de testimonio de los tantos que nos informaron ya los medios. Voy a contar lo que sufrí en carne propia, en Buenos Aires, durante tal pandemia. Hacía poco menos de dos años que yo había enviudado de un hombre gentil y amoroso que me acompañó casi cuarenta y cinco años y me dio una hija, que vive en Suecia.

En mi país se eligieron vacunas, cuyas dosis me apliqué por confianza en la medicina y por no ignorar que nuestro sistema de salud era (y sigue siendo) bastante precario, pero tales vacunas –continúo mi relato- no satisfacían a Europa, con lo cual a mí se me produjo un drama personal: no hay, desde Argentina, vuelo directo a Estocolmo (Suecia admitió después el tipo de vacunas que yo había recibido, se suponía entonces zanjado el problema…), por lo que debía hacer tránsito en otros países europeos que no aceptaban, no obstante, mi calendario de inmunización. Sé bien, por abogada, la diferencia entre un país de tránsito y uno de destino. Sin embargo, una adecuada dosis de realismo me impidió pensar en interponer una medida judicial (internacional) que obligara al país de tránsito a aceptarme. Iría a resolverse la cuestión por sí sola. Fue lo que pasó.


Recuerdo que durante la pandemia, no pude salir por varios meses, con la única excepción aceptada localmente de pasear a mi perrito en un radio no mayor a diez cuadras. Lo propio, para hacer compras de supervivencia, etc. Como alguna argentinidad puede enseñar con excelencia aquello de que “hecha la ley, hecha la trampa”, no faltaron conocidos que querían ayudarme a pasearlo, salidas subrepticias de automóviles del edificio desde las cocheras, supuestamente por portar un certificado médico, y quejas y reclamaciones por doquier. Un día aplaudían desde ventanas y balcones al personal de salud y al otro, pedían a los consorcios que evitaran la entrada y salida del mismo para no poner en riesgo al resto de convivientes en el vecindario. Además de separaciones de parejas y peleas entre amigos, divorcios y unas sobreactuaciones fenomenales, indicativas del “quiero salir, soy libre”, hubo manifestaciones libertarias aconsejando que no nos vacunáramos.


Sostener racionalidad en medio del caos se convirtió para mí, y para muchos, en un desafío imprescindible. Mientras familias se encerraban entre sí, con el horror de compartir una convivencia hasta entonces, presumo, improvisada (¿con qué calidad afectiva convivían padres, hijos, amigos, parejas, novios?) yo no podía conocer enseguida a mi segundo nieto, recién nacido, lo que finalmente logré después de esfuerzos burocráticos desesperantes por parte de mi hija y de mí y de la realidad que, como en el cielo, al fin abrió sus fronteras.                                                                                                                            

Empero, el personal de seguridad aeroportuaria de Frankfurt no me dejó ingresar al salón vip de la línea aérea a la espera de la partida del avión en conexión hasta Estocolmo. Yo era entonces una sudamericana sin la vacuna aceptada por Alemania. (Nadie vio ni leyó que tenía seis dosis a falta de una, mi certificado de salud, etcétera). Desde luego, si bien me aguanté tal situación con paciencia, atento al aislamiento sufrido en casa sin chistar que me agregó alguna sabiduría emocional, sufrí la pérdida de valiosos amigos, se agregaban nuevos duelos al de mi esposo... Iris Zavala, hispanista, falleció en Madrid en un internado de ancianos. Todos, aún hoy, la lloramos. Hubo vecinos que corrieron la misma suerte y parientes, dolidos y exhaustos.


Las redes durante el transcurso de la pandemia se habían potenciado, es cierto, tanto como los chistes y memes en grupos; las películas, las transmisiones teatrales para entretener, se leía y se leía. Muchos escribíamos o estudiábamos una lengua extranjera pues sin el otro, se dice, se imposibilita la lucidez y la vida en sociedad. Nos salvó el zoom, la electrónica. Finalmente, pudimos celebrar que habíamos sobrevivido al virus, podríamos viajar y salir a gusto, abrazarnos cantando a cuatro vientos “¡por fin libres, ahora sí respiramos el aire!”.


Hoy, en los noticiosos escucho a profesionales de la salud y a ciudadanos de a pie, a funcionarios de la OMS en sentido de que no se sabe si estaríamos preparados, todos, para una nueva tragedia como esta. Es cuando recuerdo lo que me dijo un amigo, escritor y filólogo: “No esperes ningún cambio drástico en nada ni en nadie”. Él es un obsesionado con la esperanza, no vende ilusiones ni es adicto a los simulacros del cinismo. Su voz viaja en sus textos a fin de intentar transfusiones de un renovado, lúcido y concertado horizonte al que no debería renunciar ninguno.


Les dejo la inquietud de su factibilidad porque, al contrario de mi querido amigo, soy ligeramente escéptica. 

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