Cada época de la vida tiene un foco sobre el que orbitamos. La infancia, con papá y mamá abriéndonos el mundo; la adolescencia y los primeros amores, girando alrededor de aquellos que se ennoviaban y cómo los criticábamos hasta que nos tocaba a nosotros, que, como decía Lope “quien lo probó lo sabe”; la juventud, buscando la concreción del universo para saber en qué formarte, múltiples posibilidades de una realidad potencial donde ejercer tus capacidades y mostrarlas al mundo; la madurez, con los embarazos y cómo, de repente, la calle se llenaba de barrigas, carritos, pañales y conversaciones temáticas sobre ellos, algo que, lógicamente, asustaba a los que decidieron no ser padres, que hablaban de otras cosas, focos distintos, obsesiones distintas. Y ahora, que nuestra generación ya sabe quién es cada cual, que se encuentra viviendo a lomos de los hijos y de los padres, haciendo la goma entre los que buscan su sitio y los que no saben cómo dejarlo, se ha convertido en una constante el comentario de se ha muerto la madre de. Se ha muerto el padre de. Tres en lo que llevamos de año. Vértigo.
Resulta curioso cómo se desarrolla el proceso, esos dioses que nos guiaban en nuestra niñez, a los que rezábamos con llanto cuando no teníamos el don de la palabra, que actuaban con eficacia resolviendo nuestros problemas, ya fuera calor, cariño, alimento, limpieza… se han ido apagando, consumiendo, desvaneciéndose. Y ha sucedido al ritmo constante de 60 segundos por minuto, comenzando, como todo, por el principio, cuando la magia se empezaba a perder al mismo tiempo que nosotros adquiríamos la nuestra y asomaba la finita y falible humanidad que rebosaban, que lo suyo no era divinidad, sino experiencia o capacidad de supervivencia. Luego irrumpían los años raros, aquella adolescencia donde nuestra búsqueda se enfrentaba a sus temores y surgían los conflictos porque es imposible encontrar nada sin perderse, por mucho que les costase entenderlo y olvidaran que ellos también estuvieron a ese lado del espejo. Más tarde, en la veintena, la relación se equilibraba siendo el único momento donde realmente se hablaba de tú a tú, todos en el camino del que le hablara Goytisolo a su hija Julia, y todos centrados en sí mismos: nosotros haciéndonos un hueco y ellos, cincuentones, repasando lo hecho. La abuelidad cambia las tornas y los ha llevado a una segunda ronda donde pueden, desde la barrera, pasar al otro lado, cómplices de los hijos de los hijos, perdiendo la severidad y, poco a poco, enfilando la recta desde la cual se vislumbra la meta, disipando el aplomo que dejaron impreso en nosotros allá cuando el mundo carecía todavía de nombres y empequeñeciendo una barbaridad, sobre todo cuando les devolvemos alguno de los abrazos que nos quitaron el frío del alma cuando no sabíamos ni siquiera lo que era eso.
De repente, asistimos al mayor spoiler de la vida, toda una prolepsis presenciando en primera fila el inevitable ocaso y entregando el testigo a los que nos sucederán: tus hijos, mis hijos, los hijos que fuimos, que somos, que seremos cuando el mundo aminore su marcha y comencemos, como ellos, la decadencia.
La verdad se aproxima. A pesar de que solo sean ya una sombra de lo que fueron, disfrutémoslos en este presente, del que no queda mucho. Nada sería sin ellos. Nada. Gracias, mamá, gracias papá.
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