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El fuego y la indiferencia

Quien trabaja por la Historia, sabe que demasiado frecuentemente, el sitio tarda mucho en llegar
María del Carmen Calderón Berrocal
sábado, 29 de marzo de 2025, 13:08 h (CET)

España, 1931. La República apenas había echado a andar y ya algunos pensaban que el país necesitaba purificarse a golpe de fuego y ceniza. Tanto que criticaban a la Inquisición, terminaron usando las armas medievales del fuego pero con hermanos contemporáneos.


En 1931, España estrenaba República con la promesa de modernidad y justicia. Pero no pasaron muchos meses antes de que esa justicia se tradujera en incendios, saqueos y asesinatos. La excusa era siempre la misma: la reacción, el clericalismo, los enemigos del pueblo. Y el resultado también: conventos ardiendo, curas y monjas perseguidos, y cualquier sospechoso de pensar distinto marcado para la caza.


El laicismo militante, que no era simple neutralidad sino ganas de borrar del mapa lo que oliera a incienso, encontró en mayo la excusa perfecta para pasar de las palabras a los hechos.


Todo comenzó con la apertura del Círculo Monárquico en Madrid. A los nuevos amos del tablero -y estos eran los gobernantes y líderes del Frente Popular-, no les hacía gracia que la oposición se organizara, así que pronto los ánimos se caldearon.


El 11 de mayo, la ciudad despertó con el crepitar de las llamas devorando el templo y la residencia de los jesuitas en la calle de la Flor. No se detuvo ahí la cosa. Bernardas de Vallecas, Santa Teresa, el ICAI... La lista crecía al ritmo de la impunidad. Por la tarde, más incendios: Cuatro Caminos, Salesianas, Sagrado Corazón... Un reguero de cenizas con el Gobierno mirando hacia otro lado. En Sevilla fue una locura total, quema de iglesias y conventos, violaciones de religiosas, religiosos, creyentes, torturas y ejecuciones de los mismos, sin ningún motivo, simplemente estaban del lado del orden y de la fe.


Todo se descompuso y el terror y la anarquía se hicieron las dueñas de la situación. A todo lo cual se sumaba el hambre, los asesinatos a quemarropa en los autobuses, en los trenes, por la calle, la ETA no fue la primera en el terrorismo español, ahí estaban la Mano Negra y los del Frente Popular, con un líder del que se avergüenzan los socialistas de pro: Largo Caballero.


Lo peor no fue el fuego, sino la pasividad, pasa como siempre, el acosado pasa por sufrir no la inquina del acosador sino de toda una cohorte de mediocres que no se pronuncian sobre lo que está bien o mal y se unen al que piensan que tiene la sartén por el mango. Pero la sartén no la lleva el que tenga más fuerza o sea más asesino, la lleva quien tiene la razón.


Miguel Maura, ministro de Gobernación, dejó claro el tono de la República con la célebre frase de Azaña: “Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano”. Si había que elegir entre los que huían de las llamas y los que las provocaban, la decisión parecía tomada. Qué vergüenza, qué bajura de miras, qué políticos.


El terror se extendió más allá de Madrid y, an Sevilla, Córdoba y Jerez, la autoridad puso algo de orden. En Málaga, sin embargo, el gobernador militar prefirió dejar que el espectáculo continuara hasta el día siguiente. El resultado: iglesias, colegios y bibliotecas convertidos en cenizas. Manuscritos, incunables, lienzos de Zurbarán y Alonso Cano reducidos a polvo. La cultura y la historia sacrificadas en nombre de un futuro que, visto lo visto, no parecía demasiado prometedor. En Extremadura no fue menos, recuerdan los mayores cómo se hacían piras de documentación en las puertas del Ayuntamiento o en la puerta del noble del lugar, cuando lo había. Cuentan los mayores, testigos presenciales, que la gente caía muerta por la calle, cuando no de un tiro a manos del Frente Popular, de hambre.


Que no se diga que el Gobierno no tuvo oportunidad de frenar la barbarie. Ni la Guardia Civil recibió órdenes de intervenir ni el ministro de Gobernación, Miguel Maura, tuvo intención de cambiar su guion, ya citado: “Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano”, dijo Azaña y con eso quedó claro que la vida de los otros valía bastante menos.


¿Y los culpables? Misterio. La prensa afín habló de un pueblo enfurecido por provocaciones monárquicas, pero lo cierto es que el desorden tuvo más método del que quisieron admitir. Y, el rey, se exilió junto con la familia real, para no entrometerse en las decisiones del pueblo que supuestamente, pucherazos incluidos, había votado.


Se organizaron desde lugares bien conocidos, como el Ateneo y el Partido Comunista, mientras el Gobierno Provisional prefería encogerse de hombros. Lo importante no era buscar responsables, sino garantizar que el incendio purificador de los nuevos inquisidores sirviera a su propósito.


Lo que ocurrió en mayo de 1931 fue realmente el comienzo de la Guerra Civil, que empiea en 1931 no como se dice con el pronunciamiento miliar de 1936, pero de esto hoy es que no se puede ni hablar. La historia está ahí, no la hace ni este ni aquel, se hace sola, los historiadores no tenemos más que actualizarla, fieles a la realidad de los hechos y de los documentos. El drama no había hecho más que empezar; y no terminó con la victoria del general Franco, todos sabemos que aún continúa.


Los años siguientes a 1931 no mejoraron el panorama. En 1934, la insurrección de Asturias dejó el reguero de sangre de cada revolución mal planeada: sacerdotes fusilados, iglesias dinamitadas y civiles pasados por las armas. Y en 1936, con la victoria del Frente Popular, la violencia ya no fue solo fuego y cenizas, sino plomo y paseos nocturnos. La revolución avanzaba y para eso hacía falta limpiar el camino.


Sacerdotes asesinados en sus parroquias, monjas violadas y fusiladas, falangistas y carlistas sacados de sus casas para recibir el tiro de gracia en cualquier cuneta. La mecánica era simple: una denuncia, un comité revolucionario y una fosa común. A veces con juicio de por medio, a veces ni eso. Se imponían las rivalidades particulares, como saber si los mandos mandaban en todo. Cuando la guerra campa ya no es una discusión de vecinas en un patio.


Las checas de Madrid y Barcelona convirtieron la tortura en rutina y el asesinato en trámite. Y si alguien pensaba que la cultura iba a salvarse, que mirara las bibliotecas arrasadas, los archivos destruidos y los cuadros de Zurbarán o Velázquez convertidos en cenizas. No era solo una guerra contra los hombres, sino contra su memoria. Se pretendía hacer tabula rasa, quienes a las órdenes rusas estaban, así lo querían.


Muchos justificaron aquello como una lucha de clases, un ajuste de cuentas histórico. Otros prefirieron callar y mirar hacia otro lado. Pero cuando las llamas consumieron iglesias y conventos, cuando las balas callaron a media España, quedó claro que no era solo política. Era algo más antiguo, más feroz: el odio convertido en bandera. Y eso, como se vio después, no termina nunca bien.


El español parece no haber aprendido nada, a día de hoy están candentes rencores y maniqueísmo que debería estar superado hace mucho, demasiado, pero está candente, tanto que decir la verdad es un atrevimiento considerado como infame. A ver si es verdad que el tiempo pone a cada cual en su sitio. Quien trabaja por la Historia, sabe que demasiado frecuentemente, el sitio tarda mucho en llegar.

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