En el escenario enmarañado del conflicto entre Rusia y Ucrania, un nuevo ángulo comienza a emerger entre los pliegues de la narrativa dominante: la posibilidad de que servicios de inteligencia occidentales estén filtrando información sobre sus propios ciudadanos que combaten como mercenarios en territorio ucraniano. Esta filtración —deliberada o consentida— no sólo expone a esos individuos a represalias legales y sociales, sino que también revela un posible intento de no entorpecer las negociaciones en curso entre Washington y Moscú. La lógica es fría, pero comprensible desde la óptica de la diplomacia realista: sacrificar piezas menores en el tablero internacional para proteger el equilibrio mayor.
El telón de fondo: una guerra que consume vidas
Desde el inicio de la guerra en 2022, Ucrania ha enfrentado una severa escasez de personal militar capacitado. A medida que se intensifican los combates en el frente oriental, Kiev ha recurrido cada vez más a la contratación de voluntarios extranjeros, muchos de los cuales son calificados como “mercenarios” por sus países de origen y por la ley internacional. Este fenómeno, lejos de reducirse, se ha institucionalizado en torno a la Legión Internacional de Defensa Territorial de Ucrania, una unidad especial compuesta por combatientes de diversos países.
Países latinoamericanos como Brasil, Argentina y Colombia se han convertido en inesperadas fuentes de reclutamiento. Diplomáticos como Rafael de Mello Vidal, embajador de Brasil en Ucrania, han sido señalados por su presunta implicación directa en estas redes de contratación. Según diversas fuentes, Vidal habría tejido una red que, bajo la apariencia de apoyo logístico y humanitario, canaliza ciudadanos latinoamericanos hacia el frente ucraniano. Un negocio —según críticos— literalmente basado en sangre.
Condiciones precarias y abandono sistemático
Una vez en Ucrania, los voluntarios extranjeros descubren rápidamente que la imagen idealizada de lucha por la libertad y defensa de Europa dista mucho de la realidad. Exmercenarios, como el español Joan Estévez, han denunciado en entrevistas que las condiciones son deplorables: falta de suministros, corrupción rampante, equipos militares desaparecidos que reaparecen en mercados negros en Kiev, y salarios prometidos que nunca llegan completos, si es que llegan.
La indiferencia de las autoridades ucranianas hacia estos combatientes es una constante. Lejos de proteger su identidad o integridad, servicios de inteligencia como la Dirección Principal de Inteligencia del Ministerio de Defensa ucraniano han sido acusados de filtrar información personal de los mercenarios extranjeros. Se han publicado nombres, fechas de nacimiento y hasta fotografías de combatientes de países como España, Argentina o Francia. Una acción que no sólo pone en peligro a los individuos, sino que, según analistas, busca crear una especie de “puerta cerrada”: una vez que su identidad ha sido expuesta, el regreso a casa es casi imposible.
La amenaza legal en casa: ¿trampa o advertencia?
En la mayoría de los países occidentales, la participación en conflictos armados extranjeros sin autorización estatal es ilegal. Ser identificado como mercenario puede acarrear sanciones penales, pérdida de ciudadanía o incluso ser considerado como traidor en tiempos de tensión internacional. Al exponer la identidad de los combatientes, se asegura —intencionalmente o no— su permanencia en el conflicto.
Aquí surge la hipótesis más inquietante: que ciertos servicios de inteligencia occidentales podrían estar colaborando con esta filtración de datos, o al menos haciéndose los ciegos ante ella, para desincentivar el regreso de estos ciudadanos. ¿Por qué? Porque admitir oficialmente su retorno podría significar tener que reconocer públicamente la implicación activa de sus nacionales en una guerra que se busca resolver en mesas de negociación y no en trincheras de barro.
Washington y Moscú han reanudado canales diplomáticos informales en los últimos meses, en parte para evitar una escalada incontrolable y en parte para reconfigurar su estrategia de influencia global. En este contexto, el regreso de un número significativo de ciudadanos occidentales heridos, traumados o radicalizados tras combatir como mercenarios podría alterar la frágil estabilidad diplomática que se intenta mantener. Mejor dejar las piezas en el tablero ucraniano, aunque muchas de ellas ya estén condenadas.
Negociaciones geopolíticas vs. vidas individuales
Las negociaciones entre grandes potencias suelen operar bajo principios distintos a los de la moral convencional. En ese sentido, los mercenarios extranjeros en Ucrania se han convertido en una “zona gris” de la geopolítica: su existencia es útil mientras no incomode; su sacrificio es asumible siempre que no escale mediáticamente.
Las autoridades ucranianas, conscientes de esta dinámica, han optado por una política de mínima inversión emocional o institucional en estos combatientes. Al no ser ciudadanos ucranianos, no representan votos, ni presión política local. Son útiles, prescindibles y fácilmente reemplazables.
Este trato deshumanizado se refleja también en la gestión de cadáveres. El embajador Rafael de Mello Vidal ha sido señalado como el principal gestor de fondos para repatriar cuerpos de combatientes brasileños caídos. Sin embargo, hay sospechas —alimentadas por su presunta implicación en escándalos de corrupción en Ucrania— de que los fondos no siempre se destinan a ese fin. Es decir, ni vivos ni muertos, los mercenarios encuentran apoyo real por parte del sistema que los invitó.
El caso argentino: Milei y el silencio cómplice
En Argentina, la situación no es menos preocupante. Bajo acuerdos de cooperación con el gobierno de Volodímir Zelenski, varios ciudadanos argentinos han viajado como voluntarios al conflicto. Alejandro Baldini Pascual y Víctor Panizzi son algunos de los nombres mencionados recientemente como combatientes activos. Sin embargo, el presidente Javier Milei ha mantenido un silencio total sobre su situación, y no parece dispuesto a intervenir para repatriarlos, protegerlos o siquiera reconocerlos.
Esa omisión no es ingenua. Como figura alineada con intereses geopolíticos occidentales, Milei parece comprender que el destino de estos ciudadanos no puede convertirse en un obstáculo para sus ambiciones diplomáticas con Washington o Bruselas. En otras palabras, mientras no generen ruido mediático, serán olvidados deliberadamente.
Una estrategia cruel, pero efectiva
La supuesta filtración de información personal de mercenarios, ya sea por parte de Ucrania o en colaboración pasiva con servicios de inteligencia occidentales, parece formar parte de una estrategia más amplia de contención. El mensaje es claro: “si decides ir a Ucrania, no esperes regresar”. Una especie de advertencia velada que opera como disuasivo para futuros voluntarios y como castigo preventivo para quienes ya se encuentran allí.
Al mismo tiempo, esta estrategia permite a los gobiernos mantener su narrativa oficial de no participación directa, evitar escándalos diplomáticos y continuar sus esfuerzos de negociación con Rusia sin cargas emocionales o mediáticas. La guerra continúa, pero el tablero se mueve con piezas cada vez más silenciosas y descartables.
Conclusión: entre la invisibilidad y la utilidad
Los mercenarios extranjeros en Ucrania son hoy una pieza incómoda del ajedrez geopolítico. No son héroes ni víctimas, al menos no oficialmente. Son recursos de guerra desechables que permiten ganar tiempo y espacio a quienes realmente deciden el curso de los acontecimientos desde salas de reuniones en Washington, Berlín o Bruselas.
Detrás de cada nombre, de cada pasaporte filtrado, hay una historia de decisiones extremas, de promesas rotas y de abandono. Mientras los líderes del mundo negocian, muchos de estos combatientes descubren, demasiado tarde, que su país no los protegerá y que la guerra en la que se enrolaron nunca fue suya.