“Amados no creáis a todo espíritu, sino probad si los espíritus son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4: 8). Del corazón humano no regenerado por la sangre de Jesús salen las herejías que a lo largo de la historia han mancillado a la Iglesia del Señor. La iglesia apostólica que fue la más esplendorosa de todos los tiempos no estuvo inmune a las herejías. El apóstol Pablo escribiendo a su discípulo Timoteo, le dice: “Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios” (1 Timoteo 4: 1). “Porque habrá hombres amadores de sí mismos…que tendrán apariencia de piedad, pero que negarán la eficacia de ella, a éstos evita” (2 Timoteo 3: 1, 5).
El apóstol Pablo encontrándose en Mileto, consciente de que no volvería a ver a los hermanos, hizo llamar a los ancianos de la iglesia de Éfeso. Cuando se reunieron los exhortó diciéndoles: “Por tanto mirad por vosotros, y por todo el rebaño que el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores para apacentar la iglesia del Señor, la cual Él ganó por su propia sangre, porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces que no perdonarán el rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20: 28-30).
La parábola del trigo y de la cizaña (Mateo 13: 24-30), los discípulos de Jesús no entendieron su significado. Cuando Jesús hubo despedido a la multitud, sus discípulos se le acercaron y le pidieron que les explicase su significado. Les dice que en el tiempo presente, en la iglesia, el trigo que es la Palabra de Dios convivirá con la cizaña que es las enseñanzas satánicas: “De manera cómo se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin del siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego, allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír que oiga” (vv. 40-43).
Si en el tiempo apostólico ya apareen síntomas heréticos, no debería extrañarnos que cuando nos acercamos al final del tiempo se manifiesten multiplicados. ¿Se tiene que permitir que la cizaña crezca ufana para que ahogue el trigo que es la Palabra de Dios? De ninguna manera. Pastores y fieles tienen que trabajar juntos sembrando trigo para que los “espíritus engañadores que siembran doctrinas de demonios” no se encuentren a gusto en las iglesias y decidan abandonarlas. Eso sí, tienen que ser personas que además de saber en quien han creído, sean conocedores de la Palabra de Dios capaces de levantar muros de protección para que a los niños en la fe no los atrapen las artimañas del diablo.
La verdad y la mentira son tan opuestas como el día y la noche. La VERDAD resplandecerá con todo su fulgor al final del tiempo. Mientras no llegue este día la Verdad encontrará mucha oposición. A veces violenta. No tiene que rendirse nunca.
La doctrina cristiana puede resumirse perfectamente en este texto: “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no es de vosotros, porque es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2: 8-10). Teniendo como plomada este texto que sirva para verificar si las enseñanzas que se imparten se ajusten a la Verdad divina o no, lo contrastaremos con lo que enseña el arzobispo de Barcelona Juan José Omella, en su escrito: “Un regalo inmerecido”. Es imprescindible que procedamos al examen sin prejuicios. Que el Señor nos dé oídos para oír y ojos para ver. “Hoy,” escribe el purpurado catalán, “propongo prepararnos para la Pascua con una serie de acciones que este año jubilar nos predispongan a acoger con agradecimiento el inmenso e inmerecido don de la indulgencia plenaria”.
“El sacramento de la confesión”, escribe el purpurado, “perdone nuestros pecados. El pecado deja huella en nosotros y tiene consecuencias externas e internas, que comporta una inclinación desordenada que es necesario purificar durante la vida terrenal o, después de la muerte en el Purgatorio…Gracias a la indulgencia plenaria recibida de corazón, la persona que ha pedido perdón de los pecados queda liberada de la purificación del Purgatorio”.
El arzobispo pone punto final a su escrito con estas palabras: “Dediquemos estas semanas de Cuaresma a la plegaria, a las obras de misericordia y penitencia que nos preparen a recibir la indulgencia jubilar. Regalemos, por la infinita misericordia de Dios, el salvoconducto al cielo para nuestros hermanos difuntos que pelegrinan en el Purgatorio”.
El escrito del purpurado deja entrever las obras meritorias realizadas por medio de la intervención de la Iglesia. José, el esposo de María, a la que quería dejar secretamente porque creía que le había sido infiel, “un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “No temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su Nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:20, 21). ¿Qué papel juega Jesús en la salvación del pueblo de Dios según la doctrina católica? Muy marginal para no decir ninguno. El protagonismo recae en la Iglesia que suplanta a Jesús que es el Enviado por el Padre para salvar al pueblo de Dios de sus pecados.
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