Resulta manida la pregunta acerca de si el odio mueve al mundo. Tal vez, creo yo, se podría hablar de resentimiento. Este, frente al carácter personal del odio, posee una índole más impersonal o genérica, y aclara con mayor exactitud muchas de las cosas que ocurren. Utilizando la vieja, o no tan vieja para algunos, jerigonza marxista, el resentimiento, con algún toque de odio según la circunstancia, constituiría la infraestructura sobre la que se construye, o construimos, las variadas superestructuras y las explicaciones edulcoradas sobre las cosas.
Pero la cuestión está quedando obsoleta. En este ahora de “haters” presenciales o digitales, pretenden que el odio sea un delito. Parece absurdo que se pueda tipificar como tal el puro sentimiento o su expresión, pero (“cosas veredes”) se acepta como lo más natural del mundo. Desde la década de los sesenta del pasado siglo, fue creciendo semejante cantinela. Tomó cuerpo, sobre todo, en Alemania, donde se convirtió en delito la negación del Holocausto, germinando así el concepto de “negacionismo”, tan eficaz en nuestros días. Y, con el tiempo, se fue completando con la ofensa a según qué etnias, creencias o colectivos como “odio” tipificable para constituir un crimen. Y, a pesar de ser un tremendo disparate conceptual, el delito se ha inscrito en los códigos, y puede aplicarse no a una acción determinada originada a juicio de los acusadores por ese odio, sino al propio pensamiento sin acción, si se expresa de manera pública o incluso a cierta escala de lo privado. Pero, claro, una cosa es cometer injurias, difundir calumnias, etc, y otra convertir al odio en un delito que, por otra parte, se puede estirar como el chicle, pues la subjetividad anega el concepto. En una acción, hay siempre una gran dosis de objetividad, pues una agresión o un asesinato, por ejemplo, no son opinables como hechos, más allá de demostrar que sucedieron. Pero lo que sea odio atesora una gran carga emocional e ideológica. Y, sin embargo, se ha ido colando en nuestras legislaciones, de manera paralela, además, a un cierto retroceso de la presunción de inocencia. Me estoy refiriendo, sobre todo, al delito de odio sin acción, pues si esta existe, el odio podría ya ser considerado como la causa de aquella, pero entonces el delito lo constituiría la propia acción. Recuerdo los tiempos en que se acusaba de “apología del terrorismo”; nunca compartí esa acusación y, aunque me parecía lamentable la actitud de los que justificaban o jaleaban a los terroristas (algunos son defensores ahora del delito de odio según hacia donde se oriente), siempre consideré que los delitos residen en las acciones.
“Nullum crimen sine actione” (no hay crimen sin acción) es una afirmación jurídica cuyo origen está en el derecho romano y que, hasta no hace nada, se consideraba un principio fundamental del derecho penal moderno. En relación con ello, traigo a colación una película de Spielberg, “Minority Report”(2002), más o menos basada en una novela corta del mismo título, publicada en los años cincuenta del siglo XX. Sitúa los hechos en un futuro, 2054 (ya no estamos tan lejos), en el que las fuerzas policiales tienen la capacidad técnica de predecir los crímenes y existe una unidad de élite, “Precrime”, que arresta a los autores de los delitos antes de que puedan delinquir. No sé por qué motivo, pero me recuerda al delito de odio.
En todo caso, se me antoja que es un procedimiento viejo presentado en una envoltura nueva. Tengo la impresión de que se trata de un as en la manga de los poderosos, o de ciertos ámbitos ideológicos, para anatemizar al otro y establecer la vieja línea divisoria entre herejía y ortodoxia. Porque el odio está presente, junto con el resentimiento, en las tramas y actitudes de cada día, resultantes en gran parte de esos pequeños, por concretos, odios y resentimientos, que flotan en el ambiente cuando actúan dos o más personas. No es necesario, por ello, inventar el odio a gran escala para entender porque sucede lo que sucede. Y mucho menos inventarse delitos para denigrar a los que están al otro lado de la línea, o del muro, previamente dibujado por los ingenieros sociales y trasladado al mapa mental de cientos, miles o millones de individuos. No pensemos que puedan existir persecuciones justas y necesarias en la línea de aquello que afirmó Agustín de Hipona: “existe una persecución de los impíos, que ellos ejercen contra la Iglesia de Cristo; también una persecución justa, que la Iglesia ejerce contra los impíos.” Cambiemos Iglesia de Cristo por los poderes de nuestros días, y valoremos si la persecución justa lo es de verdad. Y el delito de odio se inventa tal vez para amparar ese tipo de persecuciones. Se atribuye a Shakespeare la afirmación de que “hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende.” Apliquémoslo al delito de odio.
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