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Muerte digna

El derecho a buen morir
Áurea Sánchez Puente
martes, 24 de enero de 2017, 00:19 h (CET)
Ayer murió Manuel. Tenía 81 años, y desde hace casi 20 no tenía vejiga propia, una bolsa externa hacía las funciones del órgano vital desde que se la extirparon por un tumor. Falleció mientras se afeitaba. Cayó al suelo desvanecido. Hasta ese momento fue una persona autónoma a la que no había que bañar ni dar de comer. No solo mantuvo sus facultades mentales intactas sino que trabajó hasta el último minuto en su granja como si no pasara nada. Él era uno de mis pocos incondicionales, que me seguía cada día a las dos de la tarde para conocer por Televisión Española las noticias más próximas. También leía mis libros. Lo echaré de menos.

Esa muerte repentina y sin aviso la queremos muchos. La de Manuel fue una muerte digna, mientras miles de personas esperan su último suspiro en cuidados paliativos a que le revienten por dentro las vísceras y descompongan su cuerpo para que un médico certifique su fallecimiento.

Los cuidados paliativos solo ayudan a morir sin dolor, pero no a morir dignamente. Los pacientes sin posibilidad de sobrevivir consumen cientos de medicinas postrados en el hospital o en sus casas. Así engordan las arcas de las industrias farmacéuticas mientras los médicos se acogen a su cláusula deontológica.

Lo que muchas personas temen es quedarse sin el poder de gobierno mental y físico y que otros tengan que decidir por ellos, por eso, ¿para cuándo la despenalización de la eutanasia y la ayuda al buen morir?

Sabemos muy poco de las opciones que se nos presentan y de los derechos que tenemos. Uno de los médicos encargados de los cuidados paliativos en Madrid dijo en el programa Salvados de La Sexta que, de miles de personas que él atendió en cuidados paliativos, muy pocos han pedido una muerte rápida y sin dolor. La gran mayoría no pidió nada porque no estaba consciente y no habían dejado por escrito a sus familiares sus preferencias, así que les aliviaron el dolor todo lo que pudieron, sabiendo los médicos que no había ninguna posibilidad de supervivencia.

La muerte digna no consiste en quitar al dolor sino en no prolongar la vida con medicamentos más allá de lo razonable. Simone de Beauvoir lo cuenta en Una muerte muy dulce, en un relato que se refiere a su madre, y lo hace de una forma muy filosófica y tranquilizadora.

Si a los pacientes se les informara mejor de lo que les espera, podrían elegir ellos y sus familias con rigor a qué tipo de muerte pueden acogerse porque ¿para qué la prolongación de la vida inútilmente? No podemos descartar que sean motivos económicos los que impiden un acuerdo sobre este tema.

Por otra parte están las personas como Ramón Sampedro, una cabeza sin cuerpo, como él se definía, postrado en una cama por una tetraplejia durante más de 25 años en Porto do Son (A Coruña). Pidió la muerte digna y se la rechazaron los tribunales. Al final recurrió a gente de su confianza para poder llevar a cabo su eutanasia, que no fue una muerte digna sino todo lo contrario. Murió en enero de 1998 y nada hemos avanzado desde entonces. Ni el Oscar a la mejor película de habla no inglesa que se llevó Alejandro Amenábar en 2004 por Mar adentro, sobre la vida y muerte de Ramón Sampedro, hizo que cambiaran las cosas. Seguimos esperando por una muerte digna.

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